lunes, 3 de enero de 2011

Un amigo sabe desarmarte

Mi visita anual a Andy. De entrada le cuento que no he paseado por más de cuatro barrios en Tokio. Salto a hablarle del trabajo. Lo del choque cultural queda para más tarde, cuando su mujer deja al hijo viendo Shrek y se sienta con nosotros. Esas anecdotillas interculturales que tanto juego dan de vuelta a Madrid. Esas historietas que nos dan de comer a los profes de ELE.

Le cuento que me he sobreestimado. Cuando empecé a trabajar de lunes a domingo, cuando convertí el descanso en excepción, creía que esta jornada le iría bien a mi ritmo ansioso. Añado que lo que más me cansa es estar haciendo méritos para engrosar el currículum, proyectos que me toman las tardes y la atención. De estos proyectos explico que aumentan mi esperanza de conseguir un día una plaza en el Cervantes.

Él contesta que mi actuación es muy coherente con mi objetivo. Noto que relaciona ideas con la misma lucidez de siempre, pero que termina menos frases.

Me pongo un dedo de whisky, desafiando la posible jaqueca. Creo que me entono. Le hablo de mis miedos. Soy miedoso y triste. Le cuento mi preocupación sobre el futuro de mi trabajo como profesor de ELE, amenazado por el auge de las redes sociales.

Él me contesta con un ejemplo de su propio trabajo. Para promocionar la compra de cámaras réflex, él ha conseguido que su empresa ofrezca a los compradores un curso gratis de cuatro horas. Este curso no supone una competencia real a los módulos de treinta horas de especialización en cámaras réflex. De la misma manera, concluye, los tandems virtuales probablemente no sirvan para lograr ni siquiera un nivel intermedio de español.

Le participo otra preocupación, la de la incierta vuelta a España. ¿Qué me contesta?, ya no me acuerdo. Quizá me anima a seguir en el extranjero, ya que España no promete mucho. O me cuenta la historia de un amigo suyo que con energía y tiempo logró volver, o cambiar de oficio. Ya no sé qué me contesta, pero la memoria me obliga a recordar que en ese momento estiro las piernas y me permito recostarme en el sofá, como si me hubiera quitado una faja.

Salter describe casa y mujer

"The lights are on everywhere: a vast, illuminated house. Dead flies the size of beans lie behind the velvet curtains, the wallpaper has corner bulges, the window glass distorts. It is an aviary they live in, a honeycomb. The roofs are thick slate, the rooms are like shops. It gives off no sound, this house; in the darkness it is like a ship. Within, if one listens, there is everything: water, faint voices, the slow, measured rending of grain." (James Salter, Light Years, Penguin Modern Classics, pg. 7).

A menudo deseo escribir así. Desde hace años tengo la siguiente superstición: si uno elige determinados detalles de las casas en las que ha vivido y luego ordena esos detalles adecuadamente, en unos pocos párrafos puede comprimir una vida. Es una superstición perezosa, ya que no hay narración que se pueda sostener sobre descripciones de cuatro paredes y la variedad de silencios que contienen. Implica contar sin prestar mucha atención a personajes. Menos mal que a Salter los personajes le importan: unas líneas más abajo:

"She is dressed in her oat-coloured sweater, slim as a pike, her long hair fastened, the fire cracking. Her real concern is the heart of existence: meals, bed linen, clothing. The rest means nothing; it is managed somehow. She has a wide mouth, the mouth of an actress, thrilling, bright. Dark smudges in her armpits, mint on her breath [a estas alturas yo lo estaba flipando]. Her nature is extravagant. She buys on impulse, she visits Bendel's as she would a friend's, gathering up five or six dresses and entering a booth, not bothering to draw the curtain fully, a glimpse of her undressing, lean arms, lean trunk, bikini underpants [aunque quizá Salter se puso cachondo escribiendo esto, yo creo que aquí busca y logra un efecto muy distinto del morbo. La imagen funciona para trasladar que Her nature is extravagant]. Yes, she scrubs floors, collects dirty clothes.[Con ese "Yes" veo al narrador entibiarse, saliendo del probador]. She is twenty-eight. Her dreams still cling to her, adorn her; she is confident, composed, she is related to long-necked creatures, ruminants, abandoned saints. She is careful, hard to approach. Her life is concealed. It is through the smoke and conversation of many dinners that one sees her: country dinners, dinners at the Russian Tea Room, the Café Chauveron with Viri [el marido]'s clients, the St. Regis, the Minotaur."

Luego leo a esta mujer -Nedra- tratando con unos amigos que han invitado a cenar. Parece Betty Draper en un episodio de Mad Men, especialmente en ese encadenado de restaurantes a través de humo y conversaciones. Yo siempre he querido escribir algún párrafo con una retahíla semejante de nombres. Da la sensación de que está muy vivido el autor y yo quería parecer vivido. Quería.

He empezado la mañana con el Yarfoz de Ferlosio. Cuatro páginas en media hora. Párrafos sobre agrimensura a escala muy pequeña. Se me iba la cabeza pensando en la consulta médica de mañana, pero he logrado entender un par de apuntes sobre la relación entre Yarfoz y el príncipe Nébride y me he sentido retribuido. Esta fue la sensación predominante con Herrumbrosas lanzas, y mira por dónde: al poco me encuentro con esta entrada que echa ácido sobre un texto de Benet.

domingo, 2 de enero de 2011

Lecturas del 1 y 2 de enero

El primer día del año duermo diez horas y me quedo otras dos en la cama. Leo otro poco más de Chatwin, el primer cuento de Patricio Pron y hasta la página 50 de Providence. Me quedo con ganas de leer más a Pron. Su cuento va de niños que desaparecen y reaparecen en la República Democrática Alemana. El estilo es muy contenido, signifique esto lo que signifique. Hacia el final del cuento el autor suelta la idea que quizá haya dado pie al mismo - que los hijos no son más que ideas de los padres. La idea no suena muy artificial sino que queda bien incrustada en la narrativa: se nos empieza contando la desaparición del niño Möhlendorf, entre detalles realistas del pueblo donde vive (los trabajos de la gente, una obra empezada por el gobierno que después de caer el Muro nunca quedará concluida). Luego hay un giro: empiezan a desaparecer otros niños, giro envuelto en otras circunstancias que nos ayudan a tragar la lógica de los hechos (se impone la peripecia del narrador en primera persona, seguimos asistiendo a las reacciones de otra gente del pueblo). Luego el autor presenta la idea central en un pasaje extraño y bonito, quizá bonito por lo extraño: el hijo del narrador le cuenta una anécdota que el narrador sabe inventada.

Quizá me ha gustado por creer que lo he entendido, o solo por ser la primera lectura del año.

El día siguiente despierto un poco antes y picoteo en los tres libros que he dejado al pie de la cama la noche anterior: A sport and a pastime, de Salter (el primer capítulo); Vértigo, de Sebald (sin terminar el capítulo dedicado a Stendhal); y hasta la página 23 del Yarfoz de Ferlosio, con el que pego dos cabezadas. Para disfrutar a Sebald necesitaría un estado de ánimo similar al que me haría admirar un grabado. De Ferlosio no había leído ficción, solo artículos del ensayo El alma y la vergüenza. A pesar de que las primeras páginas de Yarfoz son más enciclopédicas que narrativas, no logro concentrarme. Entre todos esos nombres ("los Grágidos", "Escescésina") mi cabeza se desvía constantemente a las tareas que me esperan hoy.

Por orgullo me obligo a empezar mañana con Yarfoz. Quiero demostrarme que no estoy negado para leer esta mezcla de géneros, histórico y fantástico. Seguiré con Salter, cuyo primer capítulo me ha gustado (claro, frase corta: facilito). Cuenta un trayecto en tren desde París hasta una casa en la provincia. Yo siempre me he creído muy singular y literario mirando por las ventanas del tren. Salter narra esto con desapego. Desde que me hice polvo la adolescencia con El extranjero, me dejo seducir por desapegados.

De postre, cogeré otro libro en español, para que no se me olvide más el idioma. Algo de Vargas Llosa.

sábado, 1 de enero de 2011

El mismo blog, el mismo año

Ayer pasamos la Nochevieja en casa de mi tía, que vive a diez minutos de la casa de mis padres, que viven en el mismo bloque que mi abuela, que tiene noventa años y no dejaba de hablar de la dentadura. Mi madre tarareaba una y otra vez Piel canela y yo solo me reí viendo el programa de José Mota hasta las once. Después de eso me arrebujé en el sofá e intenté buscar algún recuerdo o alguna idea que me alegraran, para que la sonrisa me durara más que el humo de un petardo. Fue inútil. Cuanto más cantaba mi madre y más sonreía mi tía, más consciente me hacía de mi incapacidad para estar a gusto. A las once y media me levanté para irme. Atribuyéndome el protagonismo de la velada, abrí la boca por primera vez en casi una hora para manifestar que quería librarles de mi amarga presencia.

Mi prima Cristina o alguien dijo que perderme las uvas sí era una manera de amargarles la noche. Para no recular del todo, me puse el abrigo y anuncié que volvería antes de las doce. Por la calle intenté llorar y me propuse sacar unas oposiciones que enorgullecieran a mi familia. Llegué hasta la Castellana, la vi vacía y me obligué a pensar que Madrid es una ciudad muy dura. Completé una vuelta a la manzana y llegué a tiempo para lo de la uva. Mi madre se puso triste porque a mi abuela no le dio tiempo de terminarse todas, incluso empezando antes de las campanadas. Yo ya estaba en la puerta cuando mi padre insistió en que me quedara unos minutos más para brindar. Poco antes de la una bajé tres libros de la biblioteca de mi hermano: uno de Patricio Pron con el título muy largo; Providence, de Ferré, al que tenía ganas desde hacía mucho tiempo, y What am I doing here, de Chatwin.

Antes de dormirme conseguí leer dos páginas de Chatwin. Creo que no me interrumpió ningún pensamiento del tipo cuándo se jodió todo. Solo me distraje con un deseo más para el nuevo año - no hurgarme la nariz. Al menos esta mañana, cuando he amanecido lleno de mocos secos, he logrado reprimir el ademán.

jueves, 6 de mayo de 2010

Ángel Cristo

Cuando vivíamos en Berlín conocimos a un trapecista retirado que había trabajado con Ángel Cristo y Bárbara Rey. Era argelino, hablaba español y nos encantaba su entonación en el sintagma una mala mujer. Por su memoria también aparecía la señora que cantaba lo de los pajaritos. En los regresos a España habré hablado varias veces del trapecista: el punto de la historia donde siempre he buscado el asombro o la risa de mi público era cuando imitaba al trapecista hablando de la pareja Cristo Rey. Nunca conseguí hacer mucha gracia, pero sin quererlo Ángel Cristo se convirtió en una excusa para declarar, navidad tras navidad, que España no quedaba tan lejos, ya que incluso en Berlín Este había un extranjero capaz de recordárnoslo. Pienso que si un extranjero nos hubiera chafardeado algo sobre Raúl González, no me habría prodigado yo tanto con su relato, lo que me lleva a pensar que el círculo Ángel Cristo-Bárbara Rey-Camilo Sesto-Pimpinela denota un conocimiento de la peculiaridad hispánica superior, lo que en la jerga de ELE [español como lengua extranjera] se conoce como un C1-C2.

Menciono a Camilo Sesto y a Pimpinela porque he usado vídeos suyos en mis clases para introducir léxico o practicar la comprensión auditiva o no recuerdo qué; la verdad es que por encima de cualquier otra motivación me movía ver la reacción de los extranjeros ante esas figuras. En toda mi experiencia, sólo a mi querido grupo de jubilados de martes y viernes en Berlín les entretuvieron los vídeos de Pimpinela. Es así como llegamos a la gran pregunta: ¿son cultura hispánica? ¿Pimpinela, Raphael, Camilo Sesto? Todas estas figuras extreman los sentimientos. Son telenovelas en sí mismos. ¿No es universal –a la par que cotidiano- eso de extremar los sentimientos? Puede merecer la pena explicarlo, pero es tan arduo. Hace unas semanas me preguntó nuestro amigo Ryoma por dos chapitas que llevaba pinchadas en la solapa. Cada una representaba a un hombre bajito y feo que había progresado haciendo buen uso de sus limitaciones: Fary y López Vázquez. ¿Quiénes son? Le dije a Ryoma que mejor otro día.

Y Ángel Cristo, ¿quién era? Era bajito, tirando a feo, y a pesar de su filiación griega parecía muy español, en el sentido de muy poco extranjero, en el sentido de limitadito. Lo que sé de él es que se metió de joven en una hipoteca vital muy gorda, y la cosa petó, como tantas hipotecas. Tigres, leones, para mí Ángel Cristo era un Ícaro español. En este tono se lo explicaría a alguien de aquí, con la esperanza de que me hablaran de ícaros japoneses, pero es tan arduo.

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sábado, 1 de mayo de 2010

El 136

(A Martín, que me leía triste)

Mañana, 2 de mayo, Christopher Street Day de Madrid, es mi cumpleaños y desde que nos conocemos, Esther nunca ha tenido tan claro mi regalo. No me va a comprar uno de esos trajes tan entallados y elegantes que se ven por aquí, ni un utensilio lustroso para el estrecho escritorio que hemos apañado en casa, ni me va a llevar de viaje, ni de rehab, no, no, no. Con los años, hacer regalos simples o evidentes no debería considerarse desdoro sino todo lo contrario, un recordatorio de que conocemos al regalatario. Esther sabe muy bien que en Tokio nada me gusta más que estar con ella en nuestro piso 13 y comer con ella en el 136.

En este restaurante de Shinjuku-dori, al igual que en casi todos los que hemos pisado, el personal da la bienvenida al grito coral de "I...aimaseeeeé".´Aún no he logrado descifrarlo. Uno sólo se puede sentar en la barra que rodea la isla central del restaurante, donde ofician estos diestros del nigiri. A mí me gusta sentarme en el lateral, desde donde puedo verles las manos, en su continuo sacar, colocar, untar, colocar, sobar, conformar, ajustar, pulsar, disponer.

En cualquiera de vuestras ciudades habrá un restaurante japonés con una cinta mecánica sobre la que el cocinero va dejando platitos con makis o nigiris para que el cliente elija uno u otro. La peculiaridad del 136 es que el cliente pide al cocinero el nigiri concreto que desea. Entonces, el cocinero saca el pescado laminado, coloca el trozo en su palma, unta el trozo con wasabi, coloca sobre el trozo una porción de arroz recién hecho, lo soba hasta conformar un montículo del tamaño justo, lo pulsa hasta lograr la consistencia justa y coloca el montículo y otro montículo gemelo en un plato pequeño y plano, que te entrega -estás a su lado, presenciándolo- al tiempo que vocea el nombre del pescado: ¡mada-eeé!, ¡bintorooooó!, kaaat...¡súo!, ¡saa-almon! La semana que descubrí el 136 engordó mi léxico japonés.

Fuimos tres noches seguidas. En la última me moderé: sólo comí diez nigiris y sólo dije que si Bolaño se imaginaba el cielo como un lugar donde la gente habla italiano y el delirio de Lebowski era una bolera llena de piernas, mi casa de ensueño tendría en el salón una cinta de nigiris. Y por qué no, otra en el dormitorio. El pescado aquí es colosal y cada par de nigiris cuesta...136 yenes. A este precio y con esta calidad la euforia es posible. Pregunto al nigireador si hoy tienen haaa...¡machi!, el tío me mira raro y me noto el mismo contento que siente mi padre cuando disfruta a la mesa. Él nos insta a sus hijos a que probemos su comida, nosotros declinamos, él insiste y volvemos a rechazar su oferta, pero no es la comida lo que rechazamos sino quizá, tontamente, el dejarnos llevar por esa ola de placer ajeno.

A mí me da ese mismo contento, pero como no tengo hijos me pongo a fantasear en voz alta, siempre la misma matraca: qué nos impediría servir esta comida en España, en un local modesto, buen pescado andaluz, amigos que pasan a saludar o a comer, o que comen sin saludar; nos vemos volviendo, regentando, brindando la gran fiesta del nigiri. De vuelta en el piso miramos las luces y los tejados de Tokio y dejamos que España espere.

A esto se le llama cumplir años en el extranjero.

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jueves, 8 de abril de 2010

This is the deal

Según me han contado, esto es lo que Tokio promete. Terminas una carrera. Entras a trabajar en cualquier empresa. Empiezas por dedicar de doce a quince horas diarias a una miríada de tareas mínimas. Al año cobras más por hacer lo mismo. A los dos años quizá aprendes a escaquearte y cobras un poco más por hacer lo mismo que al principio o algo menos. Si consigues que no te importe la repetición, prolongas este esquema toda la vida y resulta que eres hombre, ésta es tu ciudad, macho. Al cabo de veinte años igual estarás ganando, al cambio actual, cuatro mil euros por hacer las mismas tareas que el veinteañero recién llegado. Desde el primer momento él sabe que hace lo que tú pero viene a ganar la mitad.

Él quizá tiene más iniciativa y se le ocurran ideas que le granjeen el acceso a esferas más altas de la empresa. Y twittea y todo eso. Tú ejecutas a la perfección hasta el mínimo procedimiento. Te has acostumbrado a siete días anuales de vacaciones: cuando llega ese momento, podrías estar que lo tiras, pero eliges un viaje modesto: un cuatro estrellas en Roma. Viajes organizados, fotitos y fotitos. Entre medias has echado al zurrón un piso de ochenta metros, algún hijo y doscientas tardes de emborracharte con los compañeros en bares con jovencitas gritonas, negocios concebidos para dispensarte la confianza y la intimidad que te falta en casa. Esto último se da por supuesto: pasead por Arakicho y encontraréis cien bares de este tipo.

(Uno de los principales rasgos de Tokio es que cuando alguien tan exagerado como yo dice “cien” o “mil”, está conteniéndose. Significa cien. O mil).

¿Qué pasa con la gente que se apea de este carro? La hay, a miles, pero “miles” es una fracción infinitesimal de la masa. ¿Cómo queda la yuxtaposición de los dos siguientes datos? Tokio tiene el PIB de Francia. Treinta mil personas se suicidan en Japón cada año.

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Desconcentrado, descentrado

Se me va una y otra vez la concentración. Pienso ideas ampulosas, digo frases ampulosas e incluso termino escribiéndolas: en Yotsuya volví a este blog. ¿Para qué? Al día siguiente ya no publiqué, la semana siguiente la pasé sin publicar, y hasta tal punto me domina la deuda que pienso: el principal suceso de esta última quincena es que he desatendido el blog. Quién se acuerda aquí y ahora del reciente descubrimiento del restaurante 136, de mis primeros bares de jazz en Tokyo, de mi absurda fijación por la palabra “Usodaro”, del nuevo piso, de mi primer encuentro con el enigmático Kiyomura. El sentido de todo se desdibuja si no lo traslado a la gente que considero mía.

Para trasladar ese sentido de todo he concebido planes faraónicos. Contemplé alumbrar tres blogs paralelos: uno, sobre lo que pasa; otro, sobre mi aprendizaje; y un tercero sobre los argumentos de historias que se me van ocurriendo. Pensé que esta idea iba a requerirme una egolatría indigna y propia de adolescente a la caza de sus últimos granos, por lo que la deseché, pero ahora que he escrito la ampulosa idea, hmmm…No. Por contrición debo dejar escrito que si no salió aquello adelante fue por incapacidad, vagancia, desconcentración. Más tarde jugué con mantener el blog cotidiano, mantener lo del argumentarlo y prescindir de lo del aprendizaje. Pero tampoco. Mi última aventura intelectual consistía en escribir cinco días a la semana sobre lo que hubiera pasado (de ahí los títulos “lunes” y “martes” en los posts previos), en la confianza de que un mínimo de observación me llevaría a descubrir el detalle de cada día, y alternaría dos semanas de textos consuetudinarios con uno más largo, ficticio o periodístico.

Pero la concentración.

Ya en el último proyecto había desistido de crear otro blog. Me conformaría con la vieja página, el formato más simple de todos, el único del que soy capaz. Quizá después del primer día de desconcentración y caída podía haber intuido que volvería a lo de entonces: títulos para cada texto, dos o tres textos parejos por semana. Total, de lo que se trata es de que mi gente compruebe que uno sigue siendo el mismo nimio personaje de siempre, tan desconcentrado.

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miércoles, 24 de marzo de 2010

Martes

La cuerda de la ropa con prendas tendidas encima de otras prendas. Hombro con hombro no cabían todas las camisas y blusas y camisetas en el trecho azul de cuerda. Ha habido que dar prioridad a algunas, que cuelgo encima de otras para que queden secas antes. Y doy prioridad a tu ropa. No quiero exhibir mi generosidad, sino ese ritmo constante de deferencias hacia el otro que es ahora el matrimonio. Siempre mi plato con la ración mayor.

Cada poco recordamos las casas donde hemos vivido. Vuelven imágenes de ellas para anclar otros recuerdos e.g. cuando lo del trabajo de evaluación vivíamos en Paul-Lincke, pero este carácter de decorado es sólo aparente. Al nombrar una de las casas donde hemos vivido estamos nombrando algo más que una fecha, y quizá por eso las personificamos endosando a cada una su hipocorístico: cuando Fidicin, cuando Martin, cuando la Solms. Al decirme cuando lo del trabajo de evaluación vivíamos en Paul-Lincke, sé que la penuria de aquel trabajo se mezcló con la ilusión de vivir junto al canal, sé de paseos junto al agua enturbiados por la premura de presentar un texto que tal vez no te aportaría nada. Así que cuando mencionemos cuando Yotsuya pensaré en un espacio cuadrado que una cuerda azul de plástico dividía de punta a cabo. Pensaré que nos dijeron que en Tokio íbamos a ser pobres.

Pensaré que en Tokio volví a este blog.

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martes, 23 de marzo de 2010

Lunes

Una mujer empuja un carrito negro y burdeos de bebé. Ella pasa de los cincuenta (imposible afinar más) y lleva un conjunto de falda y chaqueta azul marino. Es lunes, el segundo día del fin de semana aquí. En el carrito de bebé va un perrito de ojos saltones con jerséi. Estamos en Omotesando.

A dos manzanas de la mujer del perrito, la fachada del edificio de Louis Vuitton parece brillar. Es un efecto óptico de los paneles que la conforman. Contienen el azul cobalto, el bermellón, el albero, pero escondidos entre su nervadura como los colores en el ala de una mosca. En el escaparate, suben y bajan con parsimonia decenas de globos dorados, cada uno con la forma de cada letra de la marca. Hay una dependienta apostada a la puerta de cristal con la única misión de inclinarse al paso de la gente que entra o sale. Dos chicas cargadas de bolsas (imposible afinar su edad) pasan por el escaparate y riendo gritan, "Louis Vuitton", y se alejan del escaparate apurándose.

Entre la multitud de la calle seguimos a una pareja, negro y de dos metros él, esbelta y de más de metro setenta ella, con botas hasta la rodilla. Él la jala en un momento del hombro para besarla frente a frente. Asoman las piernas juntas y embotadas de ella entre las piernas abiertas de él; forman los dos una isleta entre la marea de gente. Mientras pegado a un muro los miro y compruebo que ella es occidental, mi mujer me da unas gafas que alguien ha perdido y ella acaba de encontrar. Son de montura fina y negra y me anima a que me las ponga. No tienen ni un aumento. Ante las posibilidades literarias que el hallazgo ofrece, decido seguir hasta casa con las gafas puestas.

Llevamos mes y medio en Japón. Algunas combinaciones léxicas, como "mujer esbelta", "mujer de edad difícil de calcular" y "tienda chic" ya son pleonásticas. El cliché "japonés inexpresivo" ha caído.

Por la mañana preguntamos a una mujer con carrito con bebé por la oficina de correos. Ella dice "pósuto" y mira en derredor con expresión entre ansiosa y afligida. Vuelve a decir pósuto, pósutooo...y un movimiento rápido de su cuello nos indica que acaba de caer en la cuenta. Empieza a correr hacia la esquina para señalarnos desde ahí la oficina, pero a correr sin ganas, como el atleta que después de la meta sigue fatigando por inercia la pista. Así afectan diligencia los japoneses cuando creen necesario afectarla. Mi mujer, por cortesía, adopta el mismo trote y yo también, por cortesía y para no quedarme atrás. Seguimos así hasta la esquina, la mujer empujando el carrito con el bebé, mi mujer, yo, en fila: fingiendo la prisa que finge la señora.

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lunes, 28 de diciembre de 2009

Los hermanos Sauras salen de paseo

Por primera vez en tres mañanas me levanto sin dolor de cabeza. Para ello ha resultado clave concienciarme, justo antes de cerrar los párpados, de que hay que dormir como un vampiro, sin contorsión ni encogimiento. Al despertar y comprobar la ausencia de dolor en cada punto del cráneo, decido que toca día eufórico. Al fin. Desde Jerez, mi mujer me había recordado la víspera que en vez de acatarrarme o desperdigar virus, cada Navidad me ronda tres días la migraña: mi manera de acusar la bajada de defensas. Me encamino a la báscula muy ufano, convencido de que estos días he perdido algún gramo de mis siete kilos de sobrepeso. Voilà!, estoy en 76. Seis kilos seis. Eso que me queda. Como interrumpir procesos es lo más cercano que conozco a la muerte, me resuelvo a seguir quemando barriga y le propongo a mi hermano una hora de paso ligero por la Castellana, después de la comida. Hasta el Villamagna y vuelta.

A la altura del Ministerio de Defensa el plan cambia. Yo continúo en mi grasienta epopeya de perder kilos, mientras que mi hermano proyecta algo más ligero, un cuento corto en homenaje a paseos pasados –Hampstead, tal vez- y sugiere un parque. Mi oposición, mínima. En la Castellana decide subirse al primer autobús que pase. 147. Después de dos paradas, me doy cuenta de que yo cogía esta línea a diario para cursar Derecho en Icade y que no deja muy cerca de ningún parque. Al expresarle esta reserva a mi hermano, replica que tal vez aporte más un paseo por el centro. Mi oposición, mínima.

Por el centro: olor a pescado, masas de caras españolas, letreros de plástico mustio, Madrid, Preciados. Mi aspecto: chándal y chaquetón; el de mi hermano: entre Retorno a Brideshead (sólo la he visto anunciada o rememorada, eso sí, unas veinte veces) y barrio Salamanca pero sin peinarse hacia atrás ni mucho menos ricitos (de ahí, en parte, lo de Brideshead). A mi hermano siempre le ha divertido mi flirteo con lo estrafalario; a mí siempre me ha admirado su familiaridad con los libros. En los próximos días ampliaré esto. Llegamos a la altura de la Casa del Libro, que según él se ha convertido en algo tosco. Prefiere una librería como Antonio Machado, con menos títulos pero más selectos, y en el escaparate de la Casa vemos una columna entera de La noche de los tiempos, la última novela del siglo de Muñozmo, junto a Kamasutra de oficina: encuentre la postura ideal (algo así). Me siento tentado de seguirle la corriente reparando en la estrechez del sitio, las olas de gente, lo apretujados que están todos los productos en España -libros como chirlas-, pero me acuerdo de Shakespeare&Co. a la orilla del Sena y me callo, yo. Qué bueno es callarse. Me callo y entro, desviándonos por tercera vez de la odisea contra mi adiposidad.

Voy a tiro hecho a por un libro de análisis del discurso coloquial, dando por supuesto que mi gestión de diez minutos se va a alargar una hora porque mi hermano se recorrerá dos plantas de la librería echándole el ojo a todo, como Montand en la joyería de Le cercle rouge [que quede claro que me ha molado este símil], así que le propongo que nos encontremos al cabo de una hora junto a la entrada. Pero mi hermano Montand está sin blanca y me dice: te sigo. Esto no le impide husmear y señalarme en la planta de Lingüística un libro de referencia, Cómo funciona la ficción, de James Wood, 23 euros, igual que su admirado DeCaprio al final de Catch Me If You Can, cuando indica a Tom Hanks las mínimas imperfecciones de un billete falso [este símil me ha molado menos]. Horas después, y solamente porque mi hermano lo ha alabado, compro How Fiction Works en bolsillo a través de Amazon Alemania por 9 euros, gastos de envío incluidos. Empeñado en andar una hora seguida, propongo volver a casa a pie y mi proyecto de ley se topa con una fraternal enmienda a la totalidad.

De ahí a casa caen dos cervezas y media por cabeza, ya en sitios de nuestro barrio. Por el camino le empiezo a contar fracasos amorosos de hace veinte años y él, aparte de objetar que la conversación parece de película de Ben Affleck charlando con compañeros del high school, me recuerda que es la tercera vez que le menciono lo de X y quizá la quinta que saco lo de Y. Me consuela que no me haya emparentado con una película de Garci. Nuestra última conversación del paseo que iba a ser de una hora trata sobre la falta de conversación. En toda la tarde no nos hemos mirado más de cinco segundos a los ojos, de una manera similar a como yo he esquinado en todo este texto su nombre. Mi hermano se llama Pablo.

Es casi la una de la madrugada y el balance del día ha sido el siguiente. Hace una hora pesaba 76,2 kilos. He repasado los kanas de ayer. He escrito tres correos electrónicos. He dejado un par de trazos gruesos con los que repasar a mi hermano dentro de unos meses, o unos años. Pues debiús.

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domingo, 27 de diciembre de 2009

Primeros mendrugos

En la primera entrada desde mi glorioso regreso al blog dejé varias cosas abiertas, unas a propósito y otras por incompetencia:

- La expresión actor de la vida: así me llamó mi amigo Álex una vez, no sé si por piedad. Sé exactamente cuándo, dónde y a raíz de qué, pero no voy a rastrear el recuerdo. ¿Es necesario decir todos los recuerdos que afloran, reproducirlos como si la vida estuviera llena de greatest hits? Desde que tengo abuso de razón lo he pensado. Ya saben: niño eterno, manta de lana lila, jaquequitas. De ahí a ser proustiano hasta cuando voy en calzones -sin haber leído más allá de A la sombra de las muchachas en flor-, no había más que un paso. Un brasas con lazos, vamos. No sé si por piedad para conmigo mismo, voy a recordar mogollón en estos diarios, pero voy a hacer por justificarlo cada vez. Será otro día.

- Estos últimos meses que me quedan en Europa: a partir de febrero voy a vivir en Tokio, con la consiguiente pérdida de contacto. Por razones que no hace falta explicar pero gastaré horas y bytes en detallar, me propuse montar un blog sobre el choque cultural. Ah, la multiculturalidad. Hermoso y tedioso concepto que da lugar a tantas risas, sonrisas y abrazos en congresos (y fuera de ellos, para qué engañarse). Es lo que me da de comer. Será otro blog.

- Expresiones como brasas y debiús: los cuatro gatos que las lean, si no las entienden desde hace decenios, acabarán por pillarlas.

En la entrada de ayer me quedé en lo de que leer me obsesiona. Al escribir los tres mendrugos previos, ondeaba sobre ellos el título Leer para qué. Ahora me he dado cuenta de que es un poco tarde para empezar un texto sobre el particular con pretensiones de solidez (y he escrito solidez muy rápido porque ya me entraba o el asco o la risa) y además me he olvidado de lo que iba a contar. Será otro día.

Son casi las seis de la tarde y el balance del día ha sido el siguiente. He tardado dos horas en montar un programa de memorización en el ordenador. En algo menos de tres horas he aprendido a distinguir quince katakanas y quince hiraganas (reflejos silábicos del japonés). He conseguido no forzarme a comer todo lo que me ha puesto mi madre en el plato. He tirado algo menos de una hora con resúmenes varios del partido Lakers-Cavs de ayer. Debiús.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Un retorno triunfal

Hace unos diez años, cuando vivía en Madrid, los mejores días madrugaba, hacía ejercicio y me quedaba la esperanza de leer con la cabeza despejada el resto del día. En los peores, me levantaba tarde y hacía ejercicio con mala conciencia porque le estaba quitando tiempo a la lectura. En los días buenos y en los días malos me levantaba espeso y desanimado, como tanta gente, pero se lo hacía notar a mis padres, con quienes vivía entonces y paso ahora estos últimos meses que me quedan en Europa. Exageraba mi molestia, como un niño o como un actor de la vida . No hace falta mucho imaginar: arrastraba los pies, me pasaba el día en pijama, cuando me dolía algo doblaba la cerviz e incluso apoyaba medio cuerpo encima de una mesa (¡dios!), siempre a la vista de ellos, para que pudieran preguntarme y yo pudiera bufarles. Un niño de más de 25 años. Un mierda, vamos.

Como no he cambiado mucho, hoy me he marcado el mismo numerito. Me he tumbado en el sofá, mi madre me ha dado un Efferalgán y me ha echado por encima una manta de lana lila (no es una metáfora de nada) y me he puesto a leer The reasons of love, de Harry Frankfurt (el de On Bullshit) hasta la página 10. Durante esas 10 páginas, mi cabeza ha hecho lo siguiente:

- cantar Creep no menos de tres veces;
- imaginar una memoria universitaria de investigación con una estructura narrativa de historias paralelas;
- dudar si le regalo a mi amigo Pedro un vale de Amazon o algo más sentimental;
- dudar si le regalo algo a Laura, la madre de la hija de Pedro: el año pasado le mandé un bolso pero no me lo agradeció, pero esto no debería ser óbice porque sigo echando de menos los años que ella pasó en Madrid. Siempre me ha gustado Laura, concluyo;
- encontrar algo de mí [Yo al leer no critico ni me formo ni me emociono ni me sereno: yo me identifico o no me identifico] en las frases de Frankfurt People who are scrupulously moral may nonetheless be destined by deficiencies of character or of constitution to lead lives that no reasonable person would freely choose (…) For example, they may be emotionally shallow; or they may lack vitality; or they may be chronically indecisive. To the extent that they do actively choose and pursue certain goals, they may devote themselves to such insipid ambitions that their experience is generally dull and without flavor;
- decidir mi vuelta a este diario.

Son casi las dos de la tarde y el balance de la mañana es el siguiente. Una jaqueca casi superada. Siete libros en torno a mí: cuatro de mi trabajo, tres que deseo. 10 páginas leídas de uno de los que deseo. Casi 500 palabras sobre mi incapacidad para la lectura. Debiús.

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sábado, 21 de julio de 2007

Un mirar es un mirar es un mirar es un mirar

Vuelvo a este diario olvidado. Vuelvo por obligación y no podía ser de otra forma.

Durante un año escribí aquí todo lo que me sucedía por haber llegado a Berlín. El estilo a menudo era críptico; muchos posts (así hay que llamarlos), ininteligibles. Dejé de publicar porque me empecé a sentir feliz. La felicidad vital y la inutilidad literaria son conceptos asombrosamente afines.

Ahora vuelvo para servir a mi gremio, los profesores de español. No voy a perpetrar un blog de reflexión docente porque de éstos está el mundo lleno. Lo único en lo que puedo extenderme es en los detalles cotidianos. No se me ocurre otra manera de aportar.

A partir de hoy me comprometo a sacar una foto por semana. El motivo de estas fotos serán elementos físicos que presenta Berlín y no presenta Madrid. Cada foto irá acompañada de una explicación: ¿por qué me ha llamado la atención?, ¿por qué este elemento cotidiano me cambia la vida?

Publicaré la imagen unos días antes de la explicación. La razón de este desfase es que quiero dar una oportunidad a los innúmeros lectores de esta bitácora de aventurar la diferencia, la relevancia, la insistencia de dicha imagen para un español en el extranjero. El que sepa usar en clase el material resultante, que lo use.

La primera imagen es de mi habitación.

sábado, 7 de octubre de 2006

Fair weather

Apenas cinco años después del 14 de octubre de 2006, afluyeron D, P y M al mismo bar de la Lützowplatz. D y P, que de aquella última vez recordaban la foto acharolada del fondo, pero no la efigie de Mao en el recuadro ni las placas de azogue del techo, se acodaron en la barra como solían en las pocas ocasiones en que los tres llegaban a coincidir. Ellos, más altos, de pie; M sentado entre medias, encorvado sobre la copa. De algún oscuro modo llevaban toda la vida repitiendo esta disposición relativa de sus cuerpos, adquirida en tascas madrileñas especializadas en patata brava y en las que palillos, servilletas y huesos de aceitunas terminaban por debajo de la barra y ahí seguían durante horas sin que ningún cliente alcanzara a escamarse, sumidos ellos en las estridentes conversaciones españolas que D, M y P habían aprendido a detestar en su colegio británico. No acababan, sin embargo, de acostumbrarse a estar los tres juntos en una coctelería con maderas nobles y pretensiones, a pesar de que cada uno por su lado contaba con una o dos de referencia en sus respectivas ciudades, a pesar de que D por fin se había convertido en un decoroso bebedor de whisky y M había dejado de mezclar mal los licores. No, no acababan de acoplarse, y por más que la barra de madera barnizada exhibiera tres untuosas copas, aún parecía que ellos tres estuvieran arremolinados ante una tapa de zarajo o torta del Casar.

Como siempre que habían coincidido en el extranjero, se cernía una expectación muy plácida sobre el contenido de su conversación. Más que quererse, en aquellas ocasiones se reverenciaban, convencidos de su incapacidad para aburrirse, aún repitiendo pensamientos de hacía quince años, tópicos de la época, proyectos descabellados. Por simple curiosidad , o quizá por miedo al tedio, P había traído la cinta con la grabación de una de las conversaciones de su último paso por Berlín, grabación que, de creerle –y le creían- llevaba cinco años sin escuchar. Ahora era el momento, ése el sitio.

¿Sabes cuándo supe que te irías de Madrid?, preguntaba M, ansioso ante el silencio, no tanto por su calidad de anfitrión sino por su inveterada fobia a callar.

D decía ya somos cuatro. No había perdido su peculiar arte de deslizar un tipo de comentario cortante pero amable.

A P se le sentía colocándose las gafas y en la lejanía de la grabación su voz sonaba más grave, como una piedra entre cristales.

En el bar se oyó un piano indolente y a los pocos segundos la voz de Chet Baker, cascado, más allá de la tristeza. Los tres conocían la canción y P paró la máquina para poder escucharla juntos, con la sospecha de estar siendo cursis pero la seguridad de que a M le gustaría recordarlo. M cayó en la cuenta de que el verso aquel, “Money doesn’t fit into the scheme of things”, había dejado de impresionarle, y se le ocurrió proponer cuando acabara el tema uno de los juegos de adivinación en los que se prodigaban desde el principio de sus transtierros. Lo descartó. Como si le hubiera leído el pensamiento, D les instó a columbrar cuál de todos los demás amigos se habría puesto a hablar durante la canción. Y de ahí, cuál de ellos habría fingido interés pero en realidad se habría aburrido; cuál…

En tres taxis diferentes volvieron a hoteles, mujeres, hijas.

martes, 10 de enero de 2006

Dos retratos de Edith Schiele

Es necesario (y justo) pormenorizar la mala sangre. Sus malditos renacimientos. He pasado la mayor parte de las últimas semanas en Madrid, en la casa paterna. Una tarde me estaba afanando en instalar entre dos paredes de ella una barra metálica. Después del segundo intento fallido solté un exabrupto audible (aquí, en plena línea, me da la duda: ¿lo hice para llamar la atención de mi madre?).

Ella, al poco, se plantó delante de mí e hizo algún comentario, tal vez sobre la improcedencia de la instalación. Sé que en ese momento su presencia me molestó recónditamente. Al marrar mi tercer intento de encajar aquel objeto, lancé una blasfemia mucho más clara y regodeada de lo normal, con todo el peso en la ese. Mi madre se giró a la velocidad del espanto y la oí desaparecer hacia el dormitorio con sus pequeños pasos y un principio de llanto.

Ahora es cuando el pensamiento paranoide me pierde: cuánto despellejo se evita viviendo lejos del nido; y multiplico: ¡cuánta mala sangre nos ahorraríamos los españoles apartándonos de nuestras familias!; y elevo al cubo: ¡lo bien que estaría la nación sin sus nacionales! En septiembre vi en París una exposición de Klimt, Kokoschka, Moser y Schiele. Klimt es el más conocido, seguro que en algún comercio venden ya mantelería o ropa de cama estampadas con detalles de obras suyas. Schiele, en cambio, se empieza a poner de moda, quizá, en parte, porque sus caras huesudas, sus cuerpos retorcidos, sus líneas duras se prestan menos al comercio, y el estómago colectivo está más maduro para digerirlo o verlo.

Aquella tarde me quedé pasmado ante el retrato de su mujer, Edith. Sin tener idea de pintura [esta estructura podría sugerir que tengo mucha idea de otras cosas], decidí interpretar que en esa obra de 1915 Schiele se había dejado embridar. Yo imaginé al artista luchando entre el estilo del resto de los cuadros y el amor a Edith, un amor que tal vez le impedía deformar el cuerpo de su mujer con la brillantez con la que había retorcido tantos otros, incluido el suyo propio. Tengo la postal, arrugada, junto a este teclado.

En la red puede encontrarse la reproducción de un dibujo del mismo año en que Schiele se retrata desnudo y sentado, con Edith abrazándose a su espalda: un abrazo de brazos y piernas, sobre el mismo fondo de siempre, es decir, una pared o una sábana o un vacío planos y sucios. El artista tapa o protege a la modelo. A quien ama.

Pero sólo ahora me percato de que yo mismo me he parapetado detrás de Schiele. Este artículo iba a titularse “Después de la blasfemia”: obedecía a la intención de escribir algo feo pero cierto, como en este caso las heridas que uno inflige cotidianamente a los seres queridos. Supongo que se terminarán viendo sus cuadros más que mis lamentos. Por hoy ya basta.

miércoles, 2 de noviembre de 2005

El genio alemán

Para lo bueno y también para lo terrible, los alemanes son gente muy seria. Aquí, detrás de un proyecto, hay una voluntad, un tipo que se sienta en silencio y no se mueve ni quita la vista de la hoja hasta que su idea está ultimada con hermética perfección. En verano acudí a una fiesta particular.

Era en una casa de la Falckensteinstrasse, cerca del metro de Schlesiches Tor (Kreuzberg, o sea), y se pedía a los invitados que llevaran alguna prenda blanca. Pensé que se trataba de un distintivo para que no se colara demasiada gente, atraída por el olor a salchichas del patio. Así me imaginaba yo una iniciativa comunal.

Al llegar había a la puerta dos niñas turcas de unos diez años cobrando una entrada simbólica; en el patio, un escenario donde tocaron contundentes grupos de rock del barrio; sobre el patio, luces cenitales de colores alternos colgadas del cuarto piso; puestos de comida turca hecha por vecinos del inmueble; un cuarto de baño cubicular del tipo que se usa en obras y conciertos que, lejos de obligar a uno a entrar de puntillas y conteniendo la respiración, se mantuvo inmaculado toda la noche.

Dentro del edificio, la fiesta se extendía a varios de los pisos, cada uno con su ambiente (en el sótano, pinchadiscos); en el rellano habían montado una barra de bar, con un tobogán de hielo para tragarse los licores. Los alemanes que ahí se presentaron no se habían conformado con ponerse una camisetita de rigor. De pies a cabeza iban tocados de blanco.

martes, 1 de noviembre de 2005

­­­­Las distancias (II)

­Me felicitó con su particular entusiasmo, tan poco propenso a abrir mucho los ojos o a mover demasiado la cabeza, con una contención que quizá yo también ejercía antes de mi primera psicoterapia. Quizá; sólo quizá: porque, ¿cómo era uno antes? ¿Le interesa en verdad a uno saber qué gestos prodigaba (antes de este hito o de aquel otro)? ¿Qué palabras, qué odios, qué devociones?

­­Más que felicitarme me identificó. La comparación entre un techo descascarillado y los párpados de las viejas actrices que me atreví a publicar en esta bitácora el pasado jueves 20: supo que al teclear yo la frase, me estaba acordando de La muerte en Beverly Hills, de Gimferrer, y añadí que también se me había cruzado la imagen de Vera Miles, sin detallarle en qué película, porque yo sabía que él sabría.

Me acordé de otros hermanos, Junco y Percha Fisher, intercambiando sus decepciones durante el concierto de Tindersticks en Benicàssim 2004, sabiendo que el otro sabía, cruzando gestos y opiniones codificadas que uno sólo puede esperar que conserven hasta los restos.

Con el teléfono en la mano y mi hermano aún al otro lado, desventrando desde Londres mi texto, empecé a saltar sobre el colchón, como hacíamos al llegar cada verano a un hotel.

jueves, 27 de octubre de 2005

­­­Las distancias (I)

­­­­Morini, Espinoza, Pelletier y Norton son profesores universitarios de literatura germánica, fascinados por la obra del escritor Archimboldi, al que nadie o casi nadie conoce. Las pistas les llevan hasta México, donde un tipo al que dicen El Cerdo afirma haberlo visto. Norton se pone en contacto con El Cerdo.

­­“-¿Cómo son sus ojos? -preguntó Norton.
­- Azules -dijo El Cerdo.
­­­- No, yo ya sé que son azules, he leído todos sus libros más de una vez, es imposible que no sean azules, quiero decir cómo eran, qué impresión le causaron a usted sus ojos.”

­­Tardé un mes o más en leer la novela de la que procede este extracto, 2666, de Roberto Bolaño. La llevaba en el bolso a todas partes: ha sido de esos libros que introducen el infinito en la rutina, que por entonces consistía en ver a mi gente de Madrid. A Antonia le leí este pasaje en un bar de Chamberí, su barrio, imprimiendo un tono de pasión o quizá demencia en las frases que arriba he reproducido con cursiva. Era invierno.

­­­Antonia corroboró que en literatura me siguen gustando estas cosas, y así me lo hizo saber: frases que pegan un salto y como por ensalmo desnudan. La adivinación. Luego me habló entusiasmada de The Plot Against America, de Philip Roth, y mientras discutíamos el mérito de incluir hechos históricos en las novelas pensé que volver a Madrid y comer algo como un zarajo vale la pena por estas charlas en las que alguien recoge las veleidades de uno y las sabe convertir a base de cultura e inteligencia en un tema de interés universal.

viernes, 21 de octubre de 2005

El Estatut a lo­ lejos

­­Una mañana de verano abrí la puerta de mi cuarto de baño y vi los escombros blancos. Algunos eran más largos o afilados pero ninguno superaba en grosor a las obleas eucarísticas: procedían del techo, del que se había desprendido la última capa de pintura. Sin ésta, arriba quedaba al descubierto un área azul pálido desfalleciente como los párpados de las viejas actrices.

­­Así pasó un tiempo en el que no importaban ni los escombros ni ese azul incierto; sobre el caucho negro del suelo, incluso me parecía que los escombros conformaban figuras entretenidas. Debí de convivir con este fraccionamiento o desmembramiento de la realidad cotidiana (si se admite la espantosa expresión) cerca de un mes. Hasta que un día cualquiera y sin motivo muy aparente, me harté y barrí.

­­Esta mañana he podido ver el recinto vacío, sin costra ninguna de pintura caída, ni libros, postales, objetos míos; tenía que dejárselo así al pintor que me han mandado los dueños. El espacio me ha parecido por un momento la nada, una nada a punto de hacer crac.

­­­­Paso por todas las sensaciones recién referidas al leer las entradas del blog de Arcadi Espada (www.arcadi.espasa.com) referentes al texto del actual proyecto de Estatuto para Cataluña.