lunes, 21 de febrero de 2005

Topolevsky

Fue a finales de 2000, en el aula grande. Ella nos daba la asignatura de Evaluación, para mí la menos atrayente del programa. Yo había huido a Barcelona y por primera vez en mucho tiempo estaba estudiando algo de mi gusto. Ella empezó con un ejercicio de lluvia de ideas: el profesor insta a los alumnos a que aporten los conceptos que asocian con el asunto objeto de la clase. Según la jerga, profesor y alumnos conforman un asociograma.

Ella fue escribiendo en la pizarra lo que se le decía. Le recuerdo el pelo plateado y un carisma vertical. Recuerdo la sensación de sentirme abarcado por ella incluso cuando se quedó un minuto o medio de espaldas al grupo, mirando la pizarra, atando los conceptos. Porque entonces pensé en María Kodama, quizá falsifica mi memoria alguna de sus facciones. Luego dio la clase.

De su contenido apenas me acuerdo. Sin embargo, veo por la ventana un domingo con la luz de hematoma que tienen los días de Berlín en invierno; echo cuenta de las horas de español intensivo que me toca impartir en la semana que entra; me tienta esconderme en la cama; e inevitablemente vuelvo a aquella primera clase de Evaluación. A partir de nuestras asociaciones, ella ofreció un despliegue de energía con el que resumió su asignatura. Al terminar la exposición, nos preguntó si nos habíamos percatado de este despliegue. Usó la palabra “adrenalina”.

Desde entonces aspiro a llegar algún día a esa altura. Sólo se trata de la forma en la que uno está en clase, pero a menudo basta para que un maestro se gane la paga. Muchos lunes vuelvo a Marta Topolevsky.

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