miércoles, 23 de febrero de 2005

¿Yo?, de pena

Vienen a su primera clase de español y conocen la palabra “hola”. Para la segunda, han automatizado el “¿qué tal?” y el inequívoco “muy bien”. No falla: es como si en el español hubieran descubierto un territorio exento del frío del norte. Yo lo propicio. Les sonrío. Los escucho. Les ayudo. Si durante unos meses me voy a convertir en el cordón umbilical del idioma, lo que al principio vislumbran es diáfano y se ufanan. ¿Qué tal? Bien. ¿Sólo bien? Muy bien.

Una tarde me pregunta una alumna si se puede contestar que mal. Me acuerdo de alguno que, riendo, me ha contestado “muy fatal”. Como me duele la espalda, también se me ocurre añadir con delicadeza que de primera mano no conozco Latinoamérica pero que el malestar a los hispanohablantes no nos resulta ajeno. Por no hablar de lo cara que está la vida allí. La lucidez (o la adrenalina) me hacen contestarle que en ningún idioma se responde “mal” por las buenas. O eso creo.

No es suficiente recordarle la palabra “regular” o la expresión “más o menos”. Llevo más de seis meses con este grupo, a razón de hora y media semanal. No es tanto tiempo pero, ¿por qué no les habré enseñado a introducir respuestas con “pues” o “bueno”? No sé de ejercicios específicos para estos conectores en conversación. Una vez me inventé uno que no estaba mal. Una vez, uno; pero a esta alumna tendría que haberla mentalizado de que estas cosas son tan importantes como conjugar.

Existen pocas preguntas más complejas que el diario “¿qué tal?”. Si no enseño a modular la respuesta, estoy anclando la imagen del español en la charanga y la pandereta (o el merengue y la salsa). Que es lo que lleva a tanta gente a estudiarlo.

0 Comments:

Publicar un comentario

<< Home