jueves, 3 de marzo de 2005

Conflicto internacional

Esta noche, bajando las escaleras de la estación de Wilmersdorferstrasse, he oído unos peldaños más atrás y más arriba a una madre urgiendo en español a su hijo. Su voz era chillona y el acento, quizá, de Colombia, y me he girado a mirar. Los hispanohablantes no sólo nos reconocemos al escuchar el idioma, sino también al mover el cuello en busca de una cara, la cara que ha emitido el sonido familiar. Con una mirada breve fijo al dueño de la voz, registro su cara y nada más. Ni saludo ni sonrío.

El niño serpentea entre adultos para asegurarse dos sitios que ha visto libres. La madre, rezagada y no tan ágil, se abre paso con el hombro y aparta a otra mujer para poder sentarse enfrente de su hijo. La otra mujer es alemana y empieza a recriminarles en español: un niño bien educado deja el sitio a los mayores, dice. Mi hijo es muy libre de hacer lo que quiera, contesta la madre. Y la alemana: pobre hijo, con esta madre.

Se me ha ocurrido pensar cómo habría reaccionado yo si me hubiera sentido atropellado por un inglés o un alemán en España. Estoy seguro de que yo habría increpado en español, de ninguna manera en la lengua del otro. ¿Por qué? ¿Porque no me siento capaz de expresar enfado en la lengua extranjera? ¿Para infundir en el otro el miedo a lo lejano?

No puedo evitar simpatizar con la mujer alemana que, aun en público y en la mitad de una semana fría, clama en español para no verse pisada. Quizá no saliera tan biliar su invectiva; pero confirió a la inmigrante inaudita visibilidad.

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