viernes, 4 de marzo de 2005

El comercio en Barcelona

Creo que fue Óscar quien me recomendó aquel colmado. Óscar hablaba bajo y entornaba los ojos al sonreír. "Los bocadillos de ahí son baratos y, sobre todo, los hacen con amor. O sin prisa, que es lo mismo". Coincidimos en una academia de Barcelona, cuando sus aulas se desparramaban por cuatro o cinco pisos de las calles Balmes y Valencia, antes de que la escuela se convirtiera en algo pujante y moderno y acristalado.

El colmado lo regentaba un hombre con la cara redonda y todos los rasgos fruncidos en torno a la nariz. Después de tres o cuatro incursiones en la tienda, empezó a hablarme en un catalán terruñero que yo no captaba. Hablaba alto con todo el mundo, con los mozos del comercio y con los clientes de la cola, muchos de ellos vecinos venidos a hacer la compra de la semana, que nunca se impacientaban cuando alguien pedía un bocadillo y el botiguer partía con esmero el pan, lo rociaba con los tomates recién abiertos y le untaba el aceite, para añadirle las rajas de butifarra de huevo o de algún fuet o de Flor de Esgueva.

Este tipo de descripciones se presta muy fácilmente a la metáfora barata y a la campanuda conclusión en contra o a favor de cosas como la globalización o el nacionalismo. El local era chato y se resistía a crecer. Era el propio dueño quien atendía. Las cuentas las hacía a mano. En Barcelona pasé muchas horas en sitios más briosos, como el Dry, la calle Oro o el Gimlet, y aunque a estas alturas cualquier frase es sospechosa, aquel colmado sólo evoca días que olían a piel y pan.

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