miércoles, 13 de julio de 2005

­­­­­Aquel primer verano en la calle Diputación

­­­­­­­­­Era japonesa y se había emperrado en hablar español igual de bien que su marido. Se habían conocido en Colombia, donde ella daba clase a los hijos de los directivos de una multinacional, porque allá donde montan la filial de una empresa, los japoneses, en rigurosa aplicación de la propiedad conmutativa, ponen una escuela y traen profesores y quién sabe qué más para satisfacer la demanda íntima.
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­­­­­­Pero su marido no. Su marido era japonés como todos pero estaba pululando por ahí, tocando la guitarra, vistiéndose con la ropa del lugar, hablando español. Ella deja entonces la escuela y corta los vínculos con su país. Se casan. A este período siempre se refería ella con la cláusula “cuando cambié mi pensamiento”.
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­­­­­­­Aquel verano recalaron en Barcelona y en la academia donde yo había empezado a hacer de profesor. Después de unos meses y de haber pasado por grupos en los que nunca se integraba, ella quiso una ­clase particular conmigo. La dábamos en el inmueble que la escuela tenía en la calle Diputación, a una hora y con una luz y una temperatura que sólo hacían chirriar­ los silencios de aquel piso antiguo y embaldosado.
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­­­­A los pocos días me pidió grabar nuestras sesiones para analizar sus errores por la noche y enmendarlos en la clase siguiente. Me negué de plano, aduciendo razones pedagógicas. Hoy no puedo evitar una cierta ¿admiración?, ¿envidia?, por la energía que aquella mujer gastaba para perseguir lo que estuviera persiguiendo.

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