jueves, 7 de julio de 2005

Una ­­­­casa y otra

­Acabo de caer en ello: hace poco más de un año ­­­­­­que vivo solo. A la hora de recontarme la vida, solía tener muy presente, o muy a mano, la explicación de la vivienda. Decía a diestro y siniestro (supongo que subiendo las cejas y asintiendo a la vez con golpecitos de la cabeza), que con mi trabajo Berlín me permitía vivir solo y céntrico, a diferencia de España.

­A la hora de explicarme, hoy improviso. Todo tiene otra pinta. Mi primera casa no compartida respiraba entonces un aire monacal, el de una celda que yo barría en un silencio fresco y feliz. Blanca sin matices, de un blanco calmo y frugal que se extendía a todo. Las ventanas siempre claras y el suelo siempre limpio.

Poco más de un año después, en el piso no veo más que rincones. Cuando esto ocurre, suele surgir como primer síntoma la pereza de agacharse; y al poco, una mala conciencia paralela y pertinaz, la de no haber colgado los calendarios que me regalaron en diciembre, ni devuelto los libros a la biblioteca, la mala conciencia de las bolas de polvo y las ventanas que enseñan un sudor ya seco.

­¿Qué ha irrumpido en la casa? Quizá haya sido el tiempo, el solo concepto del tiempo, lo que hace que ahora distinga las partículas de polvo en la luz que me despierta cada mañana, luz que yo hace un año agradecía. Hoy, por cada una de esas partículas que acierto a ver, me figuro una existencia distinta, alternativa, y otras tantas casas.

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