miércoles, 13 de julio de 2005

Warhol y Proust

­Sucede que la historia de un amigo viene monopolizando mis pensamientos de los últimos meses. Las cosas que le han pasado, en cuanto que narración, son densas y están muy bien dibujadas, pero sería una patraña buscarles relación causal. ¿Por qué me ha condicionado tanto? Digamos que por mi adicción al drama, o por mi adicción al mimetismo, o digámosle falta de personalidad.
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­­La cuestión es que me veo como aquel personaje de Por el camino de Swann, una mujer (¿era la criada Francisca?) capaz de preocuparse tan sólo de las desgracias ajenas y ajena a las propias, hasta el punto de que esta condolencia militante dicta no ya sus acciones, sino los sentimientos que las preceden. A diferencia de ella, yo me creo consciente de mi vida vicaria y preparado para exorcismos.
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­­Estas últimas semanas he estado tocando las subordinadas temporales con mi grupo de los lunes. Entre las vivarachas ilustraciones del libro de texto vuelvo a entrever la historia de mi amigo. Decido resumirla en frases simples e.g. “ellos cortaron” (dos veces), “se volvió a su país” (también repetida), “empezaron a pelearse”, las recorto y mezclo y les pido de deberes que reconstruyan la secuencia en el orden que les parezca verosímil.
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­­Cinco o seis de ellos trajeron la historia a la semana siguiente: no había dos versiones iguales. Según las iban leyendo, se me representaba la vida de mi amigo (y buena parte de la mía reciente) como las composiciones que Warhol hizo de Marilyn o de la lata de sopa, un producto artístico a conciencia, yugulado de la realidad que le dio aliento, quizá como este mismo texto.

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