jueves, 14 de julio de 2005

Dado (La vida secreta de las manos)

En una de mis fotos favoritas aparecemos cinco amigos de toda (toda) la vida en Lisboa, cerca de Belem, al lado del océano. Es invierno de 1999. Se sacó con la cámara de Percha, que entonces manejaba una película en blanco y negro. He escrito y me he guardado muchas cosas sobre esa foto en la que todos sonreímos como totalmente ajenos a lo que nos esperaba.

Sin embargo, entre ese grupo abigarrado de gente abrigada y oscura sobre fondo de piedra blanca se ven mucho mis manos, pequeñas y claras pero apretadas sobre el hombro de Aldo, agarrotadas como yo mismo en ese momento de la vida (seis meses después me marché a Barcelona). Este detalle me lo hizo notar Dado unos años después.

Mirar un detalle es el tipo de cosas que Dado y yo llevamos veintisiete años haciendo: a los cinco o seis jugábamos a los detectives en el patio y llevábamos en la mano una lupa. Desde entonces he visto las suyas escribiendo, dibujando, cogiendo estratosféricos rebotes, preparándonos desayunos en la cocina de Jonchaie.

En los últimos tiempos, la mano derecha de Dado repite un gesto que a mí me maravilla, un gesto corto pero que en Dado se percibe despacioso, porque lo hace con cariño, y con él nos pide que nos despreocupemos, que él se encargará de todo. Alguien que se prodiga en este gesto no sólo tiene que ser en esencia solvente, sino haber tenido la vida de un santo, o de un ángel. Es razonable inferirlo. Yo, y mucha gente, además, lo sabemos.

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