sábado, 7 de octubre de 2006

Fair weather

Apenas cinco años después del 14 de octubre de 2006, afluyeron D, P y M al mismo bar de la Lützowplatz. D y P, que de aquella última vez recordaban la foto acharolada del fondo, pero no la efigie de Mao en el recuadro ni las placas de azogue del techo, se acodaron en la barra como solían en las pocas ocasiones en que los tres llegaban a coincidir. Ellos, más altos, de pie; M sentado entre medias, encorvado sobre la copa. De algún oscuro modo llevaban toda la vida repitiendo esta disposición relativa de sus cuerpos, adquirida en tascas madrileñas especializadas en patata brava y en las que palillos, servilletas y huesos de aceitunas terminaban por debajo de la barra y ahí seguían durante horas sin que ningún cliente alcanzara a escamarse, sumidos ellos en las estridentes conversaciones españolas que D, M y P habían aprendido a detestar en su colegio británico. No acababan, sin embargo, de acostumbrarse a estar los tres juntos en una coctelería con maderas nobles y pretensiones, a pesar de que cada uno por su lado contaba con una o dos de referencia en sus respectivas ciudades, a pesar de que D por fin se había convertido en un decoroso bebedor de whisky y M había dejado de mezclar mal los licores. No, no acababan de acoplarse, y por más que la barra de madera barnizada exhibiera tres untuosas copas, aún parecía que ellos tres estuvieran arremolinados ante una tapa de zarajo o torta del Casar.

Como siempre que habían coincidido en el extranjero, se cernía una expectación muy plácida sobre el contenido de su conversación. Más que quererse, en aquellas ocasiones se reverenciaban, convencidos de su incapacidad para aburrirse, aún repitiendo pensamientos de hacía quince años, tópicos de la época, proyectos descabellados. Por simple curiosidad , o quizá por miedo al tedio, P había traído la cinta con la grabación de una de las conversaciones de su último paso por Berlín, grabación que, de creerle –y le creían- llevaba cinco años sin escuchar. Ahora era el momento, ése el sitio.

¿Sabes cuándo supe que te irías de Madrid?, preguntaba M, ansioso ante el silencio, no tanto por su calidad de anfitrión sino por su inveterada fobia a callar.

D decía ya somos cuatro. No había perdido su peculiar arte de deslizar un tipo de comentario cortante pero amable.

A P se le sentía colocándose las gafas y en la lejanía de la grabación su voz sonaba más grave, como una piedra entre cristales.

En el bar se oyó un piano indolente y a los pocos segundos la voz de Chet Baker, cascado, más allá de la tristeza. Los tres conocían la canción y P paró la máquina para poder escucharla juntos, con la sospecha de estar siendo cursis pero la seguridad de que a M le gustaría recordarlo. M cayó en la cuenta de que el verso aquel, “Money doesn’t fit into the scheme of things”, había dejado de impresionarle, y se le ocurrió proponer cuando acabara el tema uno de los juegos de adivinación en los que se prodigaban desde el principio de sus transtierros. Lo descartó. Como si le hubiera leído el pensamiento, D les instó a columbrar cuál de todos los demás amigos se habría puesto a hablar durante la canción. Y de ahí, cuál de ellos habría fingido interés pero en realidad se habría aburrido; cuál…

En tres taxis diferentes volvieron a hoteles, mujeres, hijas.

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