miércoles, 2 de noviembre de 2005

El genio alemán

Para lo bueno y también para lo terrible, los alemanes son gente muy seria. Aquí, detrás de un proyecto, hay una voluntad, un tipo que se sienta en silencio y no se mueve ni quita la vista de la hoja hasta que su idea está ultimada con hermética perfección. En verano acudí a una fiesta particular.

Era en una casa de la Falckensteinstrasse, cerca del metro de Schlesiches Tor (Kreuzberg, o sea), y se pedía a los invitados que llevaran alguna prenda blanca. Pensé que se trataba de un distintivo para que no se colara demasiada gente, atraída por el olor a salchichas del patio. Así me imaginaba yo una iniciativa comunal.

Al llegar había a la puerta dos niñas turcas de unos diez años cobrando una entrada simbólica; en el patio, un escenario donde tocaron contundentes grupos de rock del barrio; sobre el patio, luces cenitales de colores alternos colgadas del cuarto piso; puestos de comida turca hecha por vecinos del inmueble; un cuarto de baño cubicular del tipo que se usa en obras y conciertos que, lejos de obligar a uno a entrar de puntillas y conteniendo la respiración, se mantuvo inmaculado toda la noche.

Dentro del edificio, la fiesta se extendía a varios de los pisos, cada uno con su ambiente (en el sótano, pinchadiscos); en el rellano habían montado una barra de bar, con un tobogán de hielo para tragarse los licores. Los alemanes que ahí se presentaron no se habían conformado con ponerse una camisetita de rigor. De pies a cabeza iban tocados de blanco.

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