viernes, 22 de julio de 2005

Navidad en agosto

Cities at night, I feel, contain men who cry
in their sleep and then say Nothing.

- Martin Amis, The Information

Lo recordó mal. Era el comienzo de una novela de Martin Amis. Por la cabeza se le sucedían hombres que lloraban a solas delante del televisor, en la ducha, preparándose una tostada. Y ella los quería a todos. A todos a pesar de todo. La cita de Amis, que como mínimo contenía la imagen de varones en llanto, no se podía extender a tantos decorados ni seguramente a tantos hombres tan distintos como los que ella había conocido. A veces recordaba falso y lo sabía y le llegaba a gustar. Para alcanzar este grado de conciencia, el momento idóneo era al remeter la colcha por la mañana, con los párpados ya pintados y tiempo aún para llegar a la oficina. Al inclinarse sobre su cama y poder anticipar el aspecto pacífico que el dormitorio le ofrecería a la vuelta del trabajo, se evaporaban categorías sentimentales como las de mártir, terrorista o estranguladora, y cada hombre que le daba tiempo a recordar en esa operación de tensado y alisamiento tenía un peso propio, una mirada inequívoca y un ilimitado crédito de indulgencia. Otras veces recordaba falso pero sin saberlo: especialmente propicias resultaban la pausa del trabajo o la media hora de paseo después de la jornada. Lo habían sido en Londres y lo seguían siendo en Berlín; sentada con el sándwich de pavo y miel en un banco de las plazas de Temple y andando junto al paso elevado de Friedrichstrasse, donde aquella tarde de agosto una lluvia ansiosa la había sorprendido. En la entrada de la estación se cruzó con un grupo de niñas asiáticas de no más de diez años, vestidas con túnicas y relucientes de purpurina. Por uno de los pasillos habían montado una hilera de puestos para promocionar Vietnam. La paja que cubría cada puesto parecía artificial, o como mucho de una autenticidad similar a la de los retratos que salpican las paredes de algunos restaurantes italianos. Antes de probar un plato promocional de curry alcanzó a acordarse de tres o cuatro acciones pendientes pero no de un hombre concreto. Si lo hubiera hecho, probablemente habría tenido que figurarse pasando por campos sembrados de cadáveres y verdugos con tal de superar la pujanza del condimento asiático en el estómago. A pocos metros de ella, un vietnamita sujetaba un micrófono. La gente circulaba con gabardinas o sandalias o impermeables transparentes y el hombre del micrófono les ofrecía catar un plato recién cocinado. Era el momento de nublar los ojos, abstraer y recordar en términos de victoria y derrota. Cuando se daba cuenta de estos saltos, de los condolientes o justicieros o niveladores saltos que la memoria pegaba, su vida le recordaba penosas lecturas, párrafos por los que se pasa la vista tres veces seguidas sin captar una sola de las palabras que los componen, sin encontrar el hilo. No acertaba a leerse. Y entonces quién era ella. Qué era ella.

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