martes, 11 de octubre de 2005

­Volver (I)

No debería nadie parar de ser ni dar a la idea una moderada consideración ni aun entretenerse un minuto con ella, por mucho alivio y paz que prometa. Cuánta gente habrá que emprenda un viaje con esta secreta esperanza, la de suspender o aplazar su identidad o tal vez renunciar a ella, fiados a una gama de posibilidades que comprende las sombrías (el secuestro sufrido o fingido) y las más sonrosadas de enamorarse de un nativo y con él establecerse (recurrente fantasía de inglesas y de españolas) o por descuido apropiarse de las llaves y el equipaje y la vida del vecino de vuelo. No debería nadie ceder y quedarse en el viaje, porque incluso si uno recapacita y regresa estará condenado a una vida de fantasma en la que nunca le alcanzará el tiempo para dar razón de sus pasos, no ya a quien lo quiso en el origen y recordó en su ausencia y a la vuelta intenta recuperarlo, sino a sí mismo, porque es demasiado el desaforamiento de su fuero interno y son muy pocas las oportunidades de respirar y pensarse. Ella acababa de volver a Berlín y cuando entró en el piso de la Münzstrasse no se apresuró, contra su costumbre, a colocar la ropa limpia de la maleta entre la ropa limpia del armario, sino que se acercó a la mesa y pasó las páginas de su diario, maravillándose de no haber escrito nada en los últimos dos meses y decidiendo que durante este periodo había sido otra y feliz.

Esto hizo y esto pensó Sandra Jensen al volver ayer de París. Todo me lo dijo aquí, en casa, con la maleta recién abierta, entre un pantalón desdoblado y la falda negra de volantes.

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