Hace un año (II)
Me despertó la luz y me despertó la gente. Cuando me asomé por los postigos y vi la avenida Bourghiba bullendo como un ciempiés, recuerdo nítidamente lo que pensé. Mi imagen del mundo árabe era tributaria del cine y de novelas inglesas. Un par de mensajes en el móvil, los primeros que recibía en Túnez, preguntaban por los míos y las bombas.
No me hundí hasta pasada la comida, cuando ya sabía que ningún conocido había muerto. Fue en el segundo taxi. La persistencia del sol, del azul y de todo me irritaba; que en esa parte del mundo nada se hubiera parado. Yo mismo había mantenido una cita para comer en el Centro Italiano de Túnez y, aunque ella y yo hablamos de España, la conversación continúa por otros motivos en mi memoria. Cuando empecé a llorar en ese taxi, el segundo del día, le dije que lo peor era no estar entendiendo nada. Ella quiso abrazarme y el taxista nos increpó porque creía que nos íbamos a besar con exceso de efusión y ella le gritó en francés y yo entonces cómo la quise. Pero no se lo supe decir.
Me llevó a tomar el té a Cap Bon, a una terraza de cal desde la que se veía más Mediterráneo que cielo. Se me ha borrado el nombre del lugar pero no su voz. Durante unas horas consiguió que mi imagen del mundo árabe siguiera siendo la de las novelas y nunca se lo agradeceré bastante.
En el primer taxi del día, aún sereno pero solo y desinformado, pregunté en francés al conductor si se había enterado de algo. No, nada. Le conté que no se sabía quién había puesto las bombas. Seguro que Al-Qaeda no ha sido, dijo. Y yo: por qué. Él: en España, no, no tiene lógica; en Estados Unidos, Inglaterra o Israel, sí, pero poner una bomba en España no es lógico, hombre.
No me hundí hasta pasada la comida, cuando ya sabía que ningún conocido había muerto. Fue en el segundo taxi. La persistencia del sol, del azul y de todo me irritaba; que en esa parte del mundo nada se hubiera parado. Yo mismo había mantenido una cita para comer en el Centro Italiano de Túnez y, aunque ella y yo hablamos de España, la conversación continúa por otros motivos en mi memoria. Cuando empecé a llorar en ese taxi, el segundo del día, le dije que lo peor era no estar entendiendo nada. Ella quiso abrazarme y el taxista nos increpó porque creía que nos íbamos a besar con exceso de efusión y ella le gritó en francés y yo entonces cómo la quise. Pero no se lo supe decir.
Me llevó a tomar el té a Cap Bon, a una terraza de cal desde la que se veía más Mediterráneo que cielo. Se me ha borrado el nombre del lugar pero no su voz. Durante unas horas consiguió que mi imagen del mundo árabe siguiera siendo la de las novelas y nunca se lo agradeceré bastante.
En el primer taxi del día, aún sereno pero solo y desinformado, pregunté en francés al conductor si se había enterado de algo. No, nada. Le conté que no se sabía quién había puesto las bombas. Seguro que Al-Qaeda no ha sido, dijo. Y yo: por qué. Él: en España, no, no tiene lógica; en Estados Unidos, Inglaterra o Israel, sí, pero poner una bomba en España no es lógico, hombre.
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