lunes, 14 de marzo de 2005

Cenar y desazonarse

Me invitan dos exalumnas a cenar la salsa con especias etíopes que ha preparado una de ellas. Saludo la oportunidad de hablar alemán en un contexto distinto de la compra en el supermercado, y después de una hora con ellas me noto cómodo y casi desenvuelto, a pesar del cansancio (estamos al final de una semana en la que han vuelto mis problemas de sueño). Es entonces cuando me comunican que está al caer un amigo que sólo habla alemán con su novia rumana que tampoco sabe manchego y se me anuda el estómago.

Llega la pareja, altísimo él y con la voz resonante; a su lado parece ella menuda y lejos de casa. Él y mis exalumnas tienen, en sociedad, una relación basada en chistes y dobles sentidos. Después de no captar nada de sus primeros intercambios, sonrío como un conejo y me encomiendo al poder desinhibidor del vino, que tanto me soltó en Cataluña. Pero el vino esta vez me adormila.

Hay un momento en el que estoy interviniendo tan sólo para ofrecer algún detalle que no viene a cuento acerca de mi país, y me doy cuenta de cómo una mínima variación en mis previsiones (la presencia del amigo) ha trocado mi rol de maestro en el de pintoresco ibérico. Al cabo de tres vasos, el alcohol logra relajarme, pero en otro sentido: no me importa ya callarme ni mirar a la pared cuando naufrago en cada nuevo diálogo. Observo a la otra extranjera y sonrío con su actitud ante la otredad, tan agradable y diferente de la mía.

Me marché el primero, derrotado, pero semanas después tenía pergeñada una disculpa. Verdaderamente hay pocas situaciones lingüísticas más comprometidas que una cena con nativos, donde tantos elementos de cortesía, cultura y pragmática entran en danza. Espero la próxima con algo de miedo.

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