miércoles, 23 de marzo de 2005

Vecinos (II)

Mi casa data de 1879. Los edificios de su zona se mantuvieron en pie por la proximidad del aeropuerto de Tempelhof, el predilecto de Hitler. A partir de aquí he oído dos versiones: según unos, los alemanes defendieron el aeropuerto con suficiente denuedo; para otros, fueron los aliados quienes se abstuvieron de bombardearlo con la misma atrición que borró ciudades enteras del resto del país.

El caso es que la historia ha conservado Tempelhof incólume, como también mi casa y los túneles que la comunican con sótanos adyacentes. El aeropuerto, marmóreo y fantasmal, lo tengo a diez minutos andando; otro día lo escribiré. El sótano de casa, cada vez que bajo a por carbón, me roza el cráneo con sus telarañas deshechas y a menudo me llama. Me desentiendo entonces del carbón y sigo por el pasillo, giro a la izquierda, giro a la derecha y me topo con la tiniebla.

Nunca he podido seguir por ese túnel. Quizá no hayan tapiado su acceso al edificio contiguo. Quizá no haya más muro que la oscuridad. Cierro la puerta del sótano, con el cubo de carbón lleno, y al entrar en casa reparo en unos zapatos negros delante de la puerta del vecino.

Los zapatos siguen ahí al día siguiente. Y todo el resto de la semana. Un día los zapatos desaparecen. Debo de haberme montado otra película, pienso mientras bajo las escaleras, y de repente me paro. Los mismos zapatos esperan ante la puerta de otro vecino.

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