jueves, 7 de abril de 2005

C­omplicidad

­­Hace unos diez días, viajando de Lehrter Bahnhof hacia Friedrichstrasse, se me sentó delante un hombre de aspecto encleque, arábigo y afrentado. Creo que no parecía mayor que yo. Llevaba vaqueros, una chaqueta americana blanca sin arrugas y una camiseta azul. En mi opinión, iba demasiado fresco. Pensé que era homosexual o muy chulo.
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­­Miró algo o a alguien que quedaba a mi espalda. Me hizo un comentario que no entendí pero que por el tono deduje que pretendía obtener alguna complicidad por mi parte. Le contesté con mi versión de una sonrisa sobria y me escondí mirando Berlín por la ventana.
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­­Había visto a la revisora. Cuando llegó hasta nosotros y nos pidió el billete, el hombre le exigió a ella la identificación: se la hizo mostrar del derecho y del revés, mirando con los ojos muy negros la cara amilanada de la mujer. Finalmente, dirigió a la revisora dos o tres frases que tampoco alcancé a entender pero que me sonaron llenas de indignación y, contra mis expectativas, presentó un billete válido.
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­Yo sabía que, cuando la revisora nos dejara, él iba a girarse y a hablarme y a buscar de nuevo la complicidad: en mi experiencia, son hombres quienes tienden a hacer estas cosas. Antes de que sus ojos encontraran los míos, yo ya estaba escrutando la ventana.

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