jueves, 7 de abril de 2005

El Lovelite

­­­­En mi vida he pisado muchas discotecas y me da que en ellas nunca he estado a lo que tenía que estar. A pesar de esto, el Lovelite lo he visitado ya cuatro veces. Se trata de una especie de garaje donde la gente, nunca más de ­cien, beben, se mueven y no se quieren lucir. Esto es para mí el barrio de Friedrichshain.
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­­La discoteca tiene dos salas recogidas y siempre llenas en las que se pincha una música similar a la de la sala Sol de Madrid. Son espacios informes que me recuerdan por la oscuridad y las dimensiones al Maravillas en los noventa. La entrada y la barra de Lovelite presentan una iluminación más cruda que me lleva a La Vía Láctea o a Autores.
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­­­­La sustancial diferencia es que Friedrichshain, siendo muy animado­­, se parece muy poco a aquel barrio de Malasaña. Para encontrar Lovelite o Rosi’s hay que caminar por el silencio­­ y la noche, calles largas y oblicuas de casas apagadas. Es como si la marcha no se hubiera querido apoderar del urbanismo.
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­­­­­En el Lovelite se entra como en un reducto. En mi vida he pisado muchas discotecas. Nunca me imaginé que en una me atacaría la saudade.

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