viernes, 13 de mayo de 2005

Declaración de amor

Entrar en clase y seguir escrupulosamente el libro. O dar la clase a partir de una actividad que yo he diseñado. Que esta actividad funcione. O que no funcione. Hacer una clase medida al minuto. O desviarme de lo que he programado. Explicarles la historia y el uso de una expresión y que a la semana siguiente me la repitan (como me sucedió con “estar católico”). O que mi explicación no supere lo anecdótico.

Que se rían de mis chistes. Que mis chistes fracasen. Que les pida sus fotos para diseñar una actividad y me las traigan. Que les pida fotos y pasen de mí. Que aprendan. Que no aprendan. Contar mi vida. Inventar mi vida. Que digan su vida. Que se la puedan estar inventando. Verles entender con la mirada. Verles no entender (esos tímidos asentimientos). Tratar con gente, tratar con extranjeros, tratar.

Ayer di once clases, de diez de la mañana a ocho de la tarde, con dos recesos de media hora y una tercera pausa para viajar de un centro académico a la casa de un particular. Al terminar la última clase y encaminarme a casa, tenía la sensación de estar durmiéndome mientras andaba.

Esta barbaridad la cometí porque quise. Mi trabajo me ha enseñado y no deja de enseñarme a ser optimista; a escuchar demandas; a transigir con el error ajeno; y, sobre todo, a transigir con el propio.

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