jueves, 19 de mayo de 2005

Ese desgarro tan graso y tan nuestro

Un mes o más llevo con el queso que me trajo Urbano en la nevera. Comiéndolo, claro. Era un señor queso manchego, simple y rotundo como una rueda de los celtas. Curadito. Sudoroso. Lo corté en cuatro cuartos, y uno de los cuartos, en largos trozos con vetas. Cuando me termino un cuarto, empiezo a cortar el siguiente, y así llevo un mes o más, acompañando las comidas de buena materia de mi tierra.

Qué conciencia más peculiar tenemos los españoles de nuestros productos. Cuando Dado vivía en Bruselas, en los días de la rue de la Jonchaie, era casi una cuestión de protocolo presentarse ahí con una rueda manchega, varios riojas y algún kilo de ibérico envasado al vacío. El otro día me cuenta Edna -gran petarda de aquí- que sus amigos de Sevilla volaron a Edimburgo con una pata de jamón de equipaje de mano.

Luego en Escocia oficiaron una comida, cuya liturgia tenía por texto mmmm qué bueno este ibérico mm ¿verdad que es bueno, este ibérico? mmm sí [con acento y compostura andaluces]. Sí, sí, qué tema más peculiarito el de los españoles con sus alimentos. Llamar a una cadena de restaurantes Museo del Jamón. U Oro graso. Y, cómo no, que casi en cualquier bar te sepan freír un bienmesabe de putísima madre.

Dentro de dos semanas voy a tener aquí a Dado y Percha. Mientras comamos una tortilla de obsceno grosor en mi azotea, hablaremos de entrañas, de sangre, de la vida más básica, que es la vida que mancha, el origen. Pero yo lo que quiero es llevarles a restaurantes indios, nepalíes, turcos, tailandeses, a terrazas. En Berlín, esto es lo considero comer bien. Una cosa mucho más de ambiente, más leve, que la gravedad de la vianda española.

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