martes, 10 de enero de 2006

Dos retratos de Edith Schiele

Es necesario (y justo) pormenorizar la mala sangre. Sus malditos renacimientos. He pasado la mayor parte de las últimas semanas en Madrid, en la casa paterna. Una tarde me estaba afanando en instalar entre dos paredes de ella una barra metálica. Después del segundo intento fallido solté un exabrupto audible (aquí, en plena línea, me da la duda: ¿lo hice para llamar la atención de mi madre?).

Ella, al poco, se plantó delante de mí e hizo algún comentario, tal vez sobre la improcedencia de la instalación. Sé que en ese momento su presencia me molestó recónditamente. Al marrar mi tercer intento de encajar aquel objeto, lancé una blasfemia mucho más clara y regodeada de lo normal, con todo el peso en la ese. Mi madre se giró a la velocidad del espanto y la oí desaparecer hacia el dormitorio con sus pequeños pasos y un principio de llanto.

Ahora es cuando el pensamiento paranoide me pierde: cuánto despellejo se evita viviendo lejos del nido; y multiplico: ¡cuánta mala sangre nos ahorraríamos los españoles apartándonos de nuestras familias!; y elevo al cubo: ¡lo bien que estaría la nación sin sus nacionales! En septiembre vi en París una exposición de Klimt, Kokoschka, Moser y Schiele. Klimt es el más conocido, seguro que en algún comercio venden ya mantelería o ropa de cama estampadas con detalles de obras suyas. Schiele, en cambio, se empieza a poner de moda, quizá, en parte, porque sus caras huesudas, sus cuerpos retorcidos, sus líneas duras se prestan menos al comercio, y el estómago colectivo está más maduro para digerirlo o verlo.

Aquella tarde me quedé pasmado ante el retrato de su mujer, Edith. Sin tener idea de pintura [esta estructura podría sugerir que tengo mucha idea de otras cosas], decidí interpretar que en esa obra de 1915 Schiele se había dejado embridar. Yo imaginé al artista luchando entre el estilo del resto de los cuadros y el amor a Edith, un amor que tal vez le impedía deformar el cuerpo de su mujer con la brillantez con la que había retorcido tantos otros, incluido el suyo propio. Tengo la postal, arrugada, junto a este teclado.

En la red puede encontrarse la reproducción de un dibujo del mismo año en que Schiele se retrata desnudo y sentado, con Edith abrazándose a su espalda: un abrazo de brazos y piernas, sobre el mismo fondo de siempre, es decir, una pared o una sábana o un vacío planos y sucios. El artista tapa o protege a la modelo. A quien ama.

Pero sólo ahora me percato de que yo mismo me he parapetado detrás de Schiele. Este artículo iba a titularse “Después de la blasfemia”: obedecía a la intención de escribir algo feo pero cierto, como en este caso las heridas que uno inflige cotidianamente a los seres queridos. Supongo que se terminarán viendo sus cuadros más que mis lamentos. Por hoy ya basta.