sábado, 26 de febrero de 2005

The Five Obstructions

Lars Von Trier, director danés de reconocido prestigio, reconoce haber visto más de veinte veces un cortometraje de 1967 titulado El hombre perfecto, de su compatriota J. Leth. En la primera escena de su última película, Von Trier (que se interpreta a sí mismo) recibe a Leth (que también se interpreta a sí mismo) y le dice: “Vamos a empezar el trabajo que nos habíamos propuesto: destruir tu película El hombre perfecto”.

Leth tiene que rodar su corto cinco veces más, con una serie de restricciones que le va imponiendo Von Trier (la primera versión tiene que ser en Cuba, sin plató y con un ritmo espasmódico, por ejemplo). Supongo que Zentropa, la productora de Von Trier, financia todo este juego, cuyo objeto es que Leth termine rodando una película contraria a su estilo elegante y quirúrgico. O, dicho en otros términos, que renuncie a su ego.

Intuyo que cada docente, en su dimensión de entertainer (qué mal suena “entretenedor”), tiene una conciencia irreductible de su estilo individual de dar la clase: estilo que choca, tarde o temprano, con la exigencia de seguir un libro de texto. Probablemente muchos guardamos una moneda con nuestras actividades propias y predilectas, en una cara; y en la otra, los ejercicios del libro que nunca funcionan. Ese ejercicio del libro que no hace nunca ninguna gracia a nadie.

Periódicamente me obligo a usar la cruz de esta moneda. Renuncio a mis actividades más preciadas y, como Leth, me doy cuenta de que cualquier cosa que uno haga, por muchas obstrucciones que acarree, lleva un estilo propio. Es irónico que en un momento de la película, Von Trier, para castigar a Leth, le impone la total libertad. Leth se descubre incómodo. Y produce la versión más sosa de su propia película.

viernes, 25 de febrero de 2005

Döner y pragmática

Llevaba unas horas en Berlín y me dieron mi primer Döner. Había ido al bar con mi huésped y él pidió la salsa, la verdura, todo. Yo sólo tuve que decir Danke schön, soltar el dinero y Danke schön de nuevo, con sonrisa de turista (trémula y colega del universo). Unos días después había subido ya la fiebre de los Döner: trabajo me cuesta comer menos de tres a la semana. ¿Qué es peor, esto o MacDonald’s?, nos preguntamos todos al principio de la estancia, y hay que creer que MacDonald’s.

El segundo Döner lo pedí solo, en el puesto que hay justo a la salida de la estación de Gneisenaustrasse, a mi juicio el mejor Chicken Kebab de la ciudad. Quería comérmelo en la habitación que acababa de encontrar en Kreuzberg, así que empecé a construir una frase lo más perfecta posible para expresar esta intención.
-Ich möchte es zu Hause essen, könnten Sie bitte…? (Querría comerlo en casa. Por favor, ¿podría usted…?)
Empecé a sustituir el infinitivo siguiente por ademanes (exagerados, como es mi costumbre) para que me lo envolvieran. El dönero dijo despacio: zu mitnehmen, o tal vez: “zum mitnehmen”, nunca había tenido que escribir esta frase. Me explicó que “envolver” se dice “einpacken”. Supongo que le brindé la máxima sonrisa que puede ofrecer un hombre blanco y agradecí desmesuradamente su ayuda.

Tengo sueños recurrentes con carne, pero no sólo desde entonces. En una clase, para mostrar que en español los sueños se cuentan con el imperfecto de indicativo, usé mi transcripción de uno en el que me perdía por Bruselas con la necesidad de comer algo cárnico, y cuando llegaba exhausto a un puesto, me empezaban a preguntar en veloz francés mis preferencias de preparación del bocadillo y me quedaba sin él.

Supongo que éstos son casos de incomunicación en los que sobran palabras, o algo más que palabras. Esa obsesión por la estructura correcta. Para qué la gramática; yo lo que quiero es carne. ¿Cómo transmitir en clase este desajuste? ¿Le puedo decir a un alumno que la frase que acaba de producir es demasiado perfecta? Desde que enseño español, la cuestión me persigue, pero también me consuela: ningún libro de texto explica estas cosas. Mi existencia está justificada.

jueves, 24 de febrero de 2005

El docente troceado

Me encargan un intensivo de nivel a2/b1, lo cual se traduce en hablar durante una semana o dos del pasado. Un alumno ha adquirido todo su español a base de escuchar a amigos; otra lleva diez años sin una clase. Respiro, porque probablemente su idea del pasado en español no se limita a asociar indefinido con ayer (¿por qué “ayer llovía mucho”?), perfecto con hoy (¿por qué “esta mañana vi a un hombre muy raro”?), e imperfecto con descripción (¿por qué “la fiesta estuvo bien”?). Si alguna vez han estudiado los tiempos del pasado vinculados a marcadores temporales, confío en que se les haya olvidado.

Ayer empiezo la clase escribiendo en la pizarra nueve verbos que, según mi experiencia, se suelen usar para contar una historia: darse cuenta de, decir que, preguntar, empezar a, pensar que, decidir + infinitivo, querer, saber, irse. Durante media hora discutimos cuáles de estas acciones son más propias de indefinido y cuáles de imperfecto. Si se inclinan por un tiempo (por ejemplo, “preguntar” e indefinido), les pido que imaginen un ejemplo con ese verbo en imperfecto.

Tiro sobre la mesa unas cuarenta fotos de mi vida. Se trata de que compongan una historia con las imágenes que a ellos les parezcan más interesantes, usando al menos cinco de los verbos discutidos. Les veo unos minutos picotear en mi vida. Un alumno me mira fugazmente y se ríe. No logro imaginar mi cara. Una alumna elige para su narración cuatro fotos del mismo viaje; el alumno, en cambio, otras cuatro de etapas muy distintas.

Sus textos saltan con soltura y corrección de un tiempo del pasado a otro. Como siempre existe el peligro de que, al leer en alto, los compañeros se distraigan (porque los alumnos no están acostumbrados a entonar), insto a los oyentes a que reconozcan en el acto la imagen que menciona el lector. Así, como un reloj, se derrite mi biografía en hora y media.

miércoles, 23 de febrero de 2005

¿Yo?, de pena

Vienen a su primera clase de español y conocen la palabra “hola”. Para la segunda, han automatizado el “¿qué tal?” y el inequívoco “muy bien”. No falla: es como si en el español hubieran descubierto un territorio exento del frío del norte. Yo lo propicio. Les sonrío. Los escucho. Les ayudo. Si durante unos meses me voy a convertir en el cordón umbilical del idioma, lo que al principio vislumbran es diáfano y se ufanan. ¿Qué tal? Bien. ¿Sólo bien? Muy bien.

Una tarde me pregunta una alumna si se puede contestar que mal. Me acuerdo de alguno que, riendo, me ha contestado “muy fatal”. Como me duele la espalda, también se me ocurre añadir con delicadeza que de primera mano no conozco Latinoamérica pero que el malestar a los hispanohablantes no nos resulta ajeno. Por no hablar de lo cara que está la vida allí. La lucidez (o la adrenalina) me hacen contestarle que en ningún idioma se responde “mal” por las buenas. O eso creo.

No es suficiente recordarle la palabra “regular” o la expresión “más o menos”. Llevo más de seis meses con este grupo, a razón de hora y media semanal. No es tanto tiempo pero, ¿por qué no les habré enseñado a introducir respuestas con “pues” o “bueno”? No sé de ejercicios específicos para estos conectores en conversación. Una vez me inventé uno que no estaba mal. Una vez, uno; pero a esta alumna tendría que haberla mentalizado de que estas cosas son tan importantes como conjugar.

Existen pocas preguntas más complejas que el diario “¿qué tal?”. Si no enseño a modular la respuesta, estoy anclando la imagen del español en la charanga y la pandereta (o el merengue y la salsa). Que es lo que lleva a tanta gente a estudiarlo.

lunes, 21 de febrero de 2005

Topolevsky

Fue a finales de 2000, en el aula grande. Ella nos daba la asignatura de Evaluación, para mí la menos atrayente del programa. Yo había huido a Barcelona y por primera vez en mucho tiempo estaba estudiando algo de mi gusto. Ella empezó con un ejercicio de lluvia de ideas: el profesor insta a los alumnos a que aporten los conceptos que asocian con el asunto objeto de la clase. Según la jerga, profesor y alumnos conforman un asociograma.

Ella fue escribiendo en la pizarra lo que se le decía. Le recuerdo el pelo plateado y un carisma vertical. Recuerdo la sensación de sentirme abarcado por ella incluso cuando se quedó un minuto o medio de espaldas al grupo, mirando la pizarra, atando los conceptos. Porque entonces pensé en María Kodama, quizá falsifica mi memoria alguna de sus facciones. Luego dio la clase.

De su contenido apenas me acuerdo. Sin embargo, veo por la ventana un domingo con la luz de hematoma que tienen los días de Berlín en invierno; echo cuenta de las horas de español intensivo que me toca impartir en la semana que entra; me tienta esconderme en la cama; e inevitablemente vuelvo a aquella primera clase de Evaluación. A partir de nuestras asociaciones, ella ofreció un despliegue de energía con el que resumió su asignatura. Al terminar la exposición, nos preguntó si nos habíamos percatado de este despliegue. Usó la palabra “adrenalina”.

Desde entonces aspiro a llegar algún día a esa altura. Sólo se trata de la forma en la que uno está en clase, pero a menudo basta para que un maestro se gane la paga. Muchos lunes vuelvo a Marta Topolevsky.