jueves, 6 de mayo de 2010

Ángel Cristo

Cuando vivíamos en Berlín conocimos a un trapecista retirado que había trabajado con Ángel Cristo y Bárbara Rey. Era argelino, hablaba español y nos encantaba su entonación en el sintagma una mala mujer. Por su memoria también aparecía la señora que cantaba lo de los pajaritos. En los regresos a España habré hablado varias veces del trapecista: el punto de la historia donde siempre he buscado el asombro o la risa de mi público era cuando imitaba al trapecista hablando de la pareja Cristo Rey. Nunca conseguí hacer mucha gracia, pero sin quererlo Ángel Cristo se convirtió en una excusa para declarar, navidad tras navidad, que España no quedaba tan lejos, ya que incluso en Berlín Este había un extranjero capaz de recordárnoslo. Pienso que si un extranjero nos hubiera chafardeado algo sobre Raúl González, no me habría prodigado yo tanto con su relato, lo que me lleva a pensar que el círculo Ángel Cristo-Bárbara Rey-Camilo Sesto-Pimpinela denota un conocimiento de la peculiaridad hispánica superior, lo que en la jerga de ELE [español como lengua extranjera] se conoce como un C1-C2.

Menciono a Camilo Sesto y a Pimpinela porque he usado vídeos suyos en mis clases para introducir léxico o practicar la comprensión auditiva o no recuerdo qué; la verdad es que por encima de cualquier otra motivación me movía ver la reacción de los extranjeros ante esas figuras. En toda mi experiencia, sólo a mi querido grupo de jubilados de martes y viernes en Berlín les entretuvieron los vídeos de Pimpinela. Es así como llegamos a la gran pregunta: ¿son cultura hispánica? ¿Pimpinela, Raphael, Camilo Sesto? Todas estas figuras extreman los sentimientos. Son telenovelas en sí mismos. ¿No es universal –a la par que cotidiano- eso de extremar los sentimientos? Puede merecer la pena explicarlo, pero es tan arduo. Hace unas semanas me preguntó nuestro amigo Ryoma por dos chapitas que llevaba pinchadas en la solapa. Cada una representaba a un hombre bajito y feo que había progresado haciendo buen uso de sus limitaciones: Fary y López Vázquez. ¿Quiénes son? Le dije a Ryoma que mejor otro día.

Y Ángel Cristo, ¿quién era? Era bajito, tirando a feo, y a pesar de su filiación griega parecía muy español, en el sentido de muy poco extranjero, en el sentido de limitadito. Lo que sé de él es que se metió de joven en una hipoteca vital muy gorda, y la cosa petó, como tantas hipotecas. Tigres, leones, para mí Ángel Cristo era un Ícaro español. En este tono se lo explicaría a alguien de aquí, con la esperanza de que me hablaran de ícaros japoneses, pero es tan arduo.

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sábado, 1 de mayo de 2010

El 136

(A Martín, que me leía triste)

Mañana, 2 de mayo, Christopher Street Day de Madrid, es mi cumpleaños y desde que nos conocemos, Esther nunca ha tenido tan claro mi regalo. No me va a comprar uno de esos trajes tan entallados y elegantes que se ven por aquí, ni un utensilio lustroso para el estrecho escritorio que hemos apañado en casa, ni me va a llevar de viaje, ni de rehab, no, no, no. Con los años, hacer regalos simples o evidentes no debería considerarse desdoro sino todo lo contrario, un recordatorio de que conocemos al regalatario. Esther sabe muy bien que en Tokio nada me gusta más que estar con ella en nuestro piso 13 y comer con ella en el 136.

En este restaurante de Shinjuku-dori, al igual que en casi todos los que hemos pisado, el personal da la bienvenida al grito coral de "I...aimaseeeeé".´Aún no he logrado descifrarlo. Uno sólo se puede sentar en la barra que rodea la isla central del restaurante, donde ofician estos diestros del nigiri. A mí me gusta sentarme en el lateral, desde donde puedo verles las manos, en su continuo sacar, colocar, untar, colocar, sobar, conformar, ajustar, pulsar, disponer.

En cualquiera de vuestras ciudades habrá un restaurante japonés con una cinta mecánica sobre la que el cocinero va dejando platitos con makis o nigiris para que el cliente elija uno u otro. La peculiaridad del 136 es que el cliente pide al cocinero el nigiri concreto que desea. Entonces, el cocinero saca el pescado laminado, coloca el trozo en su palma, unta el trozo con wasabi, coloca sobre el trozo una porción de arroz recién hecho, lo soba hasta conformar un montículo del tamaño justo, lo pulsa hasta lograr la consistencia justa y coloca el montículo y otro montículo gemelo en un plato pequeño y plano, que te entrega -estás a su lado, presenciándolo- al tiempo que vocea el nombre del pescado: ¡mada-eeé!, ¡bintorooooó!, kaaat...¡súo!, ¡saa-almon! La semana que descubrí el 136 engordó mi léxico japonés.

Fuimos tres noches seguidas. En la última me moderé: sólo comí diez nigiris y sólo dije que si Bolaño se imaginaba el cielo como un lugar donde la gente habla italiano y el delirio de Lebowski era una bolera llena de piernas, mi casa de ensueño tendría en el salón una cinta de nigiris. Y por qué no, otra en el dormitorio. El pescado aquí es colosal y cada par de nigiris cuesta...136 yenes. A este precio y con esta calidad la euforia es posible. Pregunto al nigireador si hoy tienen haaa...¡machi!, el tío me mira raro y me noto el mismo contento que siente mi padre cuando disfruta a la mesa. Él nos insta a sus hijos a que probemos su comida, nosotros declinamos, él insiste y volvemos a rechazar su oferta, pero no es la comida lo que rechazamos sino quizá, tontamente, el dejarnos llevar por esa ola de placer ajeno.

A mí me da ese mismo contento, pero como no tengo hijos me pongo a fantasear en voz alta, siempre la misma matraca: qué nos impediría servir esta comida en España, en un local modesto, buen pescado andaluz, amigos que pasan a saludar o a comer, o que comen sin saludar; nos vemos volviendo, regentando, brindando la gran fiesta del nigiri. De vuelta en el piso miramos las luces y los tejados de Tokio y dejamos que España espere.

A esto se le llama cumplir años en el extranjero.

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