lunes, 3 de enero de 2011

Un amigo sabe desarmarte

Mi visita anual a Andy. De entrada le cuento que no he paseado por más de cuatro barrios en Tokio. Salto a hablarle del trabajo. Lo del choque cultural queda para más tarde, cuando su mujer deja al hijo viendo Shrek y se sienta con nosotros. Esas anecdotillas interculturales que tanto juego dan de vuelta a Madrid. Esas historietas que nos dan de comer a los profes de ELE.

Le cuento que me he sobreestimado. Cuando empecé a trabajar de lunes a domingo, cuando convertí el descanso en excepción, creía que esta jornada le iría bien a mi ritmo ansioso. Añado que lo que más me cansa es estar haciendo méritos para engrosar el currículum, proyectos que me toman las tardes y la atención. De estos proyectos explico que aumentan mi esperanza de conseguir un día una plaza en el Cervantes.

Él contesta que mi actuación es muy coherente con mi objetivo. Noto que relaciona ideas con la misma lucidez de siempre, pero que termina menos frases.

Me pongo un dedo de whisky, desafiando la posible jaqueca. Creo que me entono. Le hablo de mis miedos. Soy miedoso y triste. Le cuento mi preocupación sobre el futuro de mi trabajo como profesor de ELE, amenazado por el auge de las redes sociales.

Él me contesta con un ejemplo de su propio trabajo. Para promocionar la compra de cámaras réflex, él ha conseguido que su empresa ofrezca a los compradores un curso gratis de cuatro horas. Este curso no supone una competencia real a los módulos de treinta horas de especialización en cámaras réflex. De la misma manera, concluye, los tandems virtuales probablemente no sirvan para lograr ni siquiera un nivel intermedio de español.

Le participo otra preocupación, la de la incierta vuelta a España. ¿Qué me contesta?, ya no me acuerdo. Quizá me anima a seguir en el extranjero, ya que España no promete mucho. O me cuenta la historia de un amigo suyo que con energía y tiempo logró volver, o cambiar de oficio. Ya no sé qué me contesta, pero la memoria me obliga a recordar que en ese momento estiro las piernas y me permito recostarme en el sofá, como si me hubiera quitado una faja.

Salter describe casa y mujer

"The lights are on everywhere: a vast, illuminated house. Dead flies the size of beans lie behind the velvet curtains, the wallpaper has corner bulges, the window glass distorts. It is an aviary they live in, a honeycomb. The roofs are thick slate, the rooms are like shops. It gives off no sound, this house; in the darkness it is like a ship. Within, if one listens, there is everything: water, faint voices, the slow, measured rending of grain." (James Salter, Light Years, Penguin Modern Classics, pg. 7).

A menudo deseo escribir así. Desde hace años tengo la siguiente superstición: si uno elige determinados detalles de las casas en las que ha vivido y luego ordena esos detalles adecuadamente, en unos pocos párrafos puede comprimir una vida. Es una superstición perezosa, ya que no hay narración que se pueda sostener sobre descripciones de cuatro paredes y la variedad de silencios que contienen. Implica contar sin prestar mucha atención a personajes. Menos mal que a Salter los personajes le importan: unas líneas más abajo:

"She is dressed in her oat-coloured sweater, slim as a pike, her long hair fastened, the fire cracking. Her real concern is the heart of existence: meals, bed linen, clothing. The rest means nothing; it is managed somehow. She has a wide mouth, the mouth of an actress, thrilling, bright. Dark smudges in her armpits, mint on her breath [a estas alturas yo lo estaba flipando]. Her nature is extravagant. She buys on impulse, she visits Bendel's as she would a friend's, gathering up five or six dresses and entering a booth, not bothering to draw the curtain fully, a glimpse of her undressing, lean arms, lean trunk, bikini underpants [aunque quizá Salter se puso cachondo escribiendo esto, yo creo que aquí busca y logra un efecto muy distinto del morbo. La imagen funciona para trasladar que Her nature is extravagant]. Yes, she scrubs floors, collects dirty clothes.[Con ese "Yes" veo al narrador entibiarse, saliendo del probador]. She is twenty-eight. Her dreams still cling to her, adorn her; she is confident, composed, she is related to long-necked creatures, ruminants, abandoned saints. She is careful, hard to approach. Her life is concealed. It is through the smoke and conversation of many dinners that one sees her: country dinners, dinners at the Russian Tea Room, the Café Chauveron with Viri [el marido]'s clients, the St. Regis, the Minotaur."

Luego leo a esta mujer -Nedra- tratando con unos amigos que han invitado a cenar. Parece Betty Draper en un episodio de Mad Men, especialmente en ese encadenado de restaurantes a través de humo y conversaciones. Yo siempre he querido escribir algún párrafo con una retahíla semejante de nombres. Da la sensación de que está muy vivido el autor y yo quería parecer vivido. Quería.

He empezado la mañana con el Yarfoz de Ferlosio. Cuatro páginas en media hora. Párrafos sobre agrimensura a escala muy pequeña. Se me iba la cabeza pensando en la consulta médica de mañana, pero he logrado entender un par de apuntes sobre la relación entre Yarfoz y el príncipe Nébride y me he sentido retribuido. Esta fue la sensación predominante con Herrumbrosas lanzas, y mira por dónde: al poco me encuentro con esta entrada que echa ácido sobre un texto de Benet.

domingo, 2 de enero de 2011

Lecturas del 1 y 2 de enero

El primer día del año duermo diez horas y me quedo otras dos en la cama. Leo otro poco más de Chatwin, el primer cuento de Patricio Pron y hasta la página 50 de Providence. Me quedo con ganas de leer más a Pron. Su cuento va de niños que desaparecen y reaparecen en la República Democrática Alemana. El estilo es muy contenido, signifique esto lo que signifique. Hacia el final del cuento el autor suelta la idea que quizá haya dado pie al mismo - que los hijos no son más que ideas de los padres. La idea no suena muy artificial sino que queda bien incrustada en la narrativa: se nos empieza contando la desaparición del niño Möhlendorf, entre detalles realistas del pueblo donde vive (los trabajos de la gente, una obra empezada por el gobierno que después de caer el Muro nunca quedará concluida). Luego hay un giro: empiezan a desaparecer otros niños, giro envuelto en otras circunstancias que nos ayudan a tragar la lógica de los hechos (se impone la peripecia del narrador en primera persona, seguimos asistiendo a las reacciones de otra gente del pueblo). Luego el autor presenta la idea central en un pasaje extraño y bonito, quizá bonito por lo extraño: el hijo del narrador le cuenta una anécdota que el narrador sabe inventada.

Quizá me ha gustado por creer que lo he entendido, o solo por ser la primera lectura del año.

El día siguiente despierto un poco antes y picoteo en los tres libros que he dejado al pie de la cama la noche anterior: A sport and a pastime, de Salter (el primer capítulo); Vértigo, de Sebald (sin terminar el capítulo dedicado a Stendhal); y hasta la página 23 del Yarfoz de Ferlosio, con el que pego dos cabezadas. Para disfrutar a Sebald necesitaría un estado de ánimo similar al que me haría admirar un grabado. De Ferlosio no había leído ficción, solo artículos del ensayo El alma y la vergüenza. A pesar de que las primeras páginas de Yarfoz son más enciclopédicas que narrativas, no logro concentrarme. Entre todos esos nombres ("los Grágidos", "Escescésina") mi cabeza se desvía constantemente a las tareas que me esperan hoy.

Por orgullo me obligo a empezar mañana con Yarfoz. Quiero demostrarme que no estoy negado para leer esta mezcla de géneros, histórico y fantástico. Seguiré con Salter, cuyo primer capítulo me ha gustado (claro, frase corta: facilito). Cuenta un trayecto en tren desde París hasta una casa en la provincia. Yo siempre me he creído muy singular y literario mirando por las ventanas del tren. Salter narra esto con desapego. Desde que me hice polvo la adolescencia con El extranjero, me dejo seducir por desapegados.

De postre, cogeré otro libro en español, para que no se me olvide más el idioma. Algo de Vargas Llosa.

sábado, 1 de enero de 2011

El mismo blog, el mismo año

Ayer pasamos la Nochevieja en casa de mi tía, que vive a diez minutos de la casa de mis padres, que viven en el mismo bloque que mi abuela, que tiene noventa años y no dejaba de hablar de la dentadura. Mi madre tarareaba una y otra vez Piel canela y yo solo me reí viendo el programa de José Mota hasta las once. Después de eso me arrebujé en el sofá e intenté buscar algún recuerdo o alguna idea que me alegraran, para que la sonrisa me durara más que el humo de un petardo. Fue inútil. Cuanto más cantaba mi madre y más sonreía mi tía, más consciente me hacía de mi incapacidad para estar a gusto. A las once y media me levanté para irme. Atribuyéndome el protagonismo de la velada, abrí la boca por primera vez en casi una hora para manifestar que quería librarles de mi amarga presencia.

Mi prima Cristina o alguien dijo que perderme las uvas sí era una manera de amargarles la noche. Para no recular del todo, me puse el abrigo y anuncié que volvería antes de las doce. Por la calle intenté llorar y me propuse sacar unas oposiciones que enorgullecieran a mi familia. Llegué hasta la Castellana, la vi vacía y me obligué a pensar que Madrid es una ciudad muy dura. Completé una vuelta a la manzana y llegué a tiempo para lo de la uva. Mi madre se puso triste porque a mi abuela no le dio tiempo de terminarse todas, incluso empezando antes de las campanadas. Yo ya estaba en la puerta cuando mi padre insistió en que me quedara unos minutos más para brindar. Poco antes de la una bajé tres libros de la biblioteca de mi hermano: uno de Patricio Pron con el título muy largo; Providence, de Ferré, al que tenía ganas desde hacía mucho tiempo, y What am I doing here, de Chatwin.

Antes de dormirme conseguí leer dos páginas de Chatwin. Creo que no me interrumpió ningún pensamiento del tipo cuándo se jodió todo. Solo me distraje con un deseo más para el nuevo año - no hurgarme la nariz. Al menos esta mañana, cuando he amanecido lleno de mocos secos, he logrado reprimir el ademán.