Fascinación (I)
Yo y Edna, en cuanto a caras de hombre, pensamos distinto. Las que a mí me parecen distinguidas o elegantes, a ella muy huesudas o muy chupadas; las que yo encuentro rateras, como la del Erudito, son sus predilectas. A esto unía el tipo una presencia desgreñada y generosa con los datos y las historias, como la propia ciudad, pero el significado de Berlín, lo que yo entonces estaba notando cada vez que pisaba la calle –había empezado a temblar. Creo que dejé de mirar sus ventanas con el detenimiento original, o que dejé de pasear.
El Erudito habló esa noche, la única que lo vi, con una voz metálica. Habló de Giordano Bruno y de Paolo Ucello, de cómo el giro copernicano tuvo que combar de alguna forma el cerebro de la especie, de cómo las grandes mutaciones empezaban necesariamente por la mirada, y glosó aquel momento en que algún navegante se dio cuenta de que el planeta tenía que ser redondo y entre la población comenzó a cundir esta idea. Los sillones del Tacheles echaban humo y Edna, quizá por deferencia hacia mí, no se fue esa noche con él.
El otro día me hizo un resumen de lo que le han llegado a decir los hombres cuando yo me voy a hacer pis: el Erudito, el Heladero, el Pirata. Todos me conocen y yo a ellos. Las historias estas han empezado a no joderme, lo que me despierta hacia Edna una extraña gratitud. Aún no sé si inquietarme. Ella y yo vivimos con la misma pretensión de no deberle nada a nadie.