sábado, 30 de abril de 2005

El Tacheles

Se las ha arreglado el Tacheles para: a) figurar en todas las guías de viaje como uno de los garitos señeros de Berlín; b) no estar nunca lleno; ni c) oler demasiado a turista. A los residentes sin billete de vuelta que lo frecuentamos, el sitio nos da una sensación, quizá falsa, de reducto.

Se entra desde la Oranienburger Strasse por una escalera ascendente, grafiteada y muy poco suasoria; va contra el espíritu del lugar tener portero. El espíritu del lugar lo sintetizan las diez o doce mesas de metal mal fijadas donde se pone la gente entre una penumbra roja y negra. En cualquiera de las mesas me siento al fondo: “siento” de sentarse y de sentirse.

La vez que estuve con Frau Casa Seca, apenas hablamos. Desde el fondo, nos dedicamos a observar a un grupo de turcos que gesticulaban como raperos, acompañados por un europeo que les llevaba las copas, les hacía la pelota y acaso durmiera acurrucado; y por un par de chicas negras que se dejaban sobar y sacar fotos como si hubieran venido ex profeso.

La última vez, con Polly y el urbanista, éste, mirando por la cristalera al edificio de enfrente, quizá dijo que los grandes arquitectos son optimistas por esencia. O quizá dijo rompedores. El Tacheles es un gran escenario para inventar recuerdos.

viernes, 29 de abril de 2005

Contabilidad

Como llegué a Berlín sin trabajo ni nada, desde el primer día me volqué en controlar los gastos, para lo que no se me ocurrió método mejor que el de apuntar cada uno en el que incurriera, por mínimo que fuese, y es así como encuentro en mis cuadernos anotaciones tan peregrinas como “2: Penner” el 11 de abril de este año, cuando un desharrapado me conminó en Pappelallee a que le diera cualquier cosa y terminó llevándose una moneda de dos euros; o ¡“1,2: propina”! un sábado de octubre.

Ahora que vivir en esta ciudad no me exige tanto funambulismo financiero, sigo registrando los gastos, pero no sólo ya por refrenarme, que también, sino por la extraña precisión con la que estos asientos contables resumen mis actos y ayudan a la memoria, dejando la evidencia de tantos domingos sin pisar la calle, barras de chocolate que compré compulsivamente o charlas con Londres (mi hermano), más baratas cuanto más urgentes.

Lo que quería asentar con esta entrada de bitácora es el paso de una semana en la que no he publicado, ni escrito apenas, ni recordado ningún sueño; no sé ahora si los dolores de cabeza que arrastro desde hace días obedecen a esta inactividad gráfica, a haber andado de noche por la azotea de casa o a un par de vertiginosas conversaciones con el urbanista, sobre la cara pasada y futura de las ciudades.

De cualquier modo, estoy cerrando esta frase poco después de las ocho y media de la tarde del miércoles 4 de mayo; figurará en la bitácora el jueves 28 de abril. Por una vez, el texto no borra mis huellas.

jueves, 28 de abril de 2005

Habseligkeiten

Recuerdo a mi padre contando un día con una sonrisa y orgullo cómo su hermano, insatisfecho por el resultado de un simposio o un sarao orientado a elegir la palabra más bonita del idioma, se puso a buscarla él solo. Me suena que la ganadora oficial había sido “golondrina”, o “amor”.

Mi tío, después de haber escrito lo suyo, concluyó entonces que la palabra más bonita que había usado era “frío”. El camino hasta este veredicto me resultaba un arcano, pero tal vez desde ese momento elegí que fuera él, mi tío, la persona de su generación que invertía tiempo en estas cosas.

El otro día suena el teléfono. Al otro lado reconozco la voz grave que desde Chile dice aló. Me lee secciones de un artículo sobre la elección de la palabra más hermosa de la lengua alemana. Entre más de cien argumentaciones, se impone la de la profesora de una universidad católica de no sé dónde: su palabra es “Habseligkeiten”, me deletrean desde el hemisferio sur.

No sé que significa. “Son las pequeñas cosas de poco valor aparente que se saca un niño de los bolsillos”. Tiene razón: son felices la palabra y la idea. Pero por encima de todo me honra que alguien invierta tiempo conmigo en estas cosas.

miércoles, 27 de abril de 2005

Perderse a la española

La última vez que aterricé en Berlín lo hice en Schönefeld, un domingo por la noche. Por algún motivo preferí subirme a un autobús que daría vueltas y vueltas antes de acercarse remotamente a casa. Después de aquel fin de semana en Madrid no me apetecía esperar al cercanías, atontado de frío y exhalando nubes en un andén.

El autobús llevaba un rato parándose por lugares de Berlín donde quizá nunca me baje. Entonces, unos asientos más atrás, oí a alguien pidiendo indicaciones. Sin girarme, me acordé de los mochileros nórdicos, francos y sajones que he visto perdidos en trenes y autobuses de Europa. Suelen acercarse al nativo en voz baja y con un plano, para que sobre éste les señalen la posición. El nativo indica y se cumple civilizadamente la tarea.

Yo nunca hago esto, y creo que muchos españoles tampoco. Nosotros nos volcamos en la comunicación, hablamos alto en un inglés de Cuenca y, si no nos entienden, repetimos nuestra duda más alto y más despacio. Al pensar esto quizá me reí solo. Me giré y ofrecí ayuda al paisano de atrás.

No sólo le conté cómo llegar a donde quería, sino por qué me había mudado a Berlín y dónde le darían un buen gimlet. Él me miraba cómo si los españoles no hubiéramos cambiado.

martes, 26 de abril de 2005

La patria persigue

El primer día la llevé a comer a Monsieur Vuong. Por el camino había pisado una mierda (yo), pero no me descompuse. Me sentía despreocupado como un perro salchicha. Durante la comida hablamos de años y países. Se nos sentaron a la misma mesa unos italianos muy elegantes. Bajé la voz.

En Berlín había empezado a hacer sol pero lo único que parecía oírse por aquel barrio era castellano. Le expliqué a ella, que nunca parecerá ibérica, cómo eludo a los compatriotas. Me llovió español todo aquel día.

Dos después, fuimos a la Deutsche Oper a ver una puesta en escena de la Matthäus Passion de Bach. Nuestro asientos, en el quinto pino, parecían garantizarnos cierto apartamiento. Al poco de pensar esto, entró un grupo de unos veinte españoles de la tercera edad que se sentaron en torno a nosotros. Bajé la voz.

A ella, a pesar de su perfecto castellano, le pedí que me hablara en sueco; yo aparentaría ser alemán. En el intermedio quisieron salir casi todos mis paisanos y tuvimos que ponernos de pie para que pasaran. Afecté como nunca mi condición de extranjero. Sin excepción, nos lo fueron agradeciendo en castizo. Qué idiota soy, pero cómo me lo paso.

sábado, 23 de abril de 2005

Opositando al White Trash

­­­­­Me advierten de que no todo el que quiere entra en el White Trash, de que, al igual que en aquel mítico Studio 54 de principios de los 80 en Nueva York, hay gente que se queda fuera todas las noches y sólo logra pasar quien denota una terca o fiera individualidad. Entre semana libro un día, por lo que, entre clase y clase, dedico la víspera a imaginarme un atuendo conforme a la etiqueta White Trash.
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­­­­­Áspera labor la de conformarse un estilo aparente y propio en una ciudad donde la mayoría reniega del concepto de vestirse bien. Si hay una zona de Berlín donde la gente se atiene a una noción de disseny, ésa es Hackescher Markt, en el barrio de Mitte; que, dicho sea de paso, es el barrio del White Trash; donde, dicho sea de paso, nadie con estilo Mitte entra. ­­El garito se erige así en la mano izquierda de la moda.­
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­­­¿Cómo lucir, pues, sin lucir? A primera hora del día me noto envalentonado y capaz de plantarme en la puerta con botas, bombín y maquillaje en un solo ojo. Luego doy una clase y lo descarto. Busco inspiración en el metro. Llego a casa decidido a vestirme como un pasajero que se ha bajado en Friedrichstrasse, con un impecable traje ojo de perdiz y camiseta de tirantes.
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­­­Sentado a los pies de la cama, recuerdo caras y ropas de esa tarde en Berlín. Me veo en una cola de gente ansiosa por entrar en el bar. Veo mi cara mirando y la veo siendo mirada. Y cuanto más veo, más me canso.
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viernes, 22 de abril de 2005

­­­Momentos del sí

­­­A mediados de enero propuse a dos grupos b1 una actividad que fracasó, con paliativos. Acababa yo de volver de vacaciones y aproveché lo que había vivido durante las fiestas para escribir en una hoja diez o doce frases que chirrantemente resumían otros tantos episodios. Debajo de la lista, unos cuantos marcadores del discurso: vaya, pues, bueno, etc. Tengo la hoja por ahí.
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­­Nos dedicamos al principio a discutir el significado de cada marcador. Después, por parejas, se tenían que turnar para contarse historias de las que yo había resumido, como si las hubieran vivido ellos. El oyente de la historia tenía que interrumpir periódicamente la narración con alguna de las expresiones discutidas.
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­Releyendo el planteamiento, me extraña no haberme dado cuenta de que tanto la preparación como la explotación de la actividad iban desencaminadas, pero más aún me choca mi pretensión inicial de inculcar aquellos contenidos en bloque. Me queda la atenuante de que, en los exámenes de gramática contextualizada que les he puesto, han demostrado conocer la diferencia entre un bueno y un oye en conversación.

­Pero media un trecho hasta que puedan producir oralmente los marcadores. Por eso, ya a los principiantes les conciencio de que en español, como en todas las lenguas, existen momentos del sí: uno más tímido, otro más rotundo (aquí es donde entra el pues comentador). Pero rara vez se dice, sólo, . Casi nadie se somete de ese modo.

jueves, 21 de abril de 2005

Cómo odiar Berlín

1.­Espera un torrente de simpatía. Espera que la gente por la calle te esté sonriendo y que al saludarte te rocíe de besos y que, al ir a comprar un bollo, una panadera te diga “hola, guapa (o guapo)”. Hay sitios así. El mundo hispano tiene fama de esto.­ Si esperas encontrar esto en Berlín, no te costará cogerle manía.

2.­­Ven con pretensiones materiales. Ven a triunfar a Berlín. Ven a currar muy duro para ahorrar y poder comprarte luego el pisito en España. Como decía la canción: “If I can make it there, I’ll make it anywhere”. Cuando compruebes que Berlín no va de eso, cuestionarás tu estilo de vida o, más probablemente, la ciudad.

3.­Instálate en octubre. Por delante te quedarán seis meses de frío (de los que tres, o cuatro, serán de frío polar); y cuatro o cinco con luz de morgue. Siempre que no se despiste la ecología. El pasado abril, cuando en los bares ya montaban las terrazas, volvieron la lluvia y un frío de manta. Y casi me olvido de la plaga de avispas de julio.

4.­Cuenta con formar un nutrido grupo de amiguetes. A ser posible, de tu país. O gente de esa que llama casi todos los días, y os contáis de todo, y él o ella le cuenta a un tercero o tercera, que al poco te llama interesándose. Gente que contribuye a disiparte la extranjería.
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martes, 19 de abril de 2005

Morderse la lengua

Hay gente que no sabemos recibir: nos hacen un obsequio y correspondemos triplicándolo. En una conversación, por ejemplo, si alguien me participa un detalle que suena privado, tengo la tentación de contestar con uno mío más largo y espinoso. A mí me divierte estudiar esta costumbre en términos de género.

Los hombres tendemos a monopolizar las conversaciones cuando participa en ellas una mujer: la proporción entre intervenciones suele alcanzar el 80-20. ¿De qué se trata, pues?, ¿de alcanzar una proporción del 50-50? Quizá no; quizá exista un uso femenino de conversación, consistente más en escuchar y recibir que en aportar y aportar, por lo que 70-30 podría ser una distribución igualitaria del discurso.

En todo caso, mi manera de hablar tendría que inscribirse en el trabajoso proceso de decadencia de la hombría tradicional. En las conversaciones sigo siendo masculinamente abundante, excesivo, pero las lleno de charcutería sentimental, de nombres y caras que recuerdo, de gamas de colores y gamas del ánimo, aquello que no decíamos.

A una feminización más acusada me obliga la labor de monitor de lengua extranjera. En clase, mis intervenciones tienen que reducirse al mínimo para que puedan hablar ellos. A esto se une la inconveniencia de presentar explícitamente las reglas. Para mí, trabajar equivale a desaparecer. O, más bien, desaparentar.

lunes, 18 de abril de 2005

El Melenudo

Así que en Euskadi el PNV podría llegar a estarse treinta años en el poder. Lo que esto significa para un maqueto que haya tenido que irse de ahí puedo imaginármelo, y lo que supone para mí aún no lo sé precisar, pero si siguiera viviendo en Barcelona, el Melenudo y yo habríamos evitado el tema con un par de aquellos bocatas de tortilla de alcachofas.

El Melenudo es con quien más a gusto he compartido la docencia de un grupo de extranjeros necesitados de español. Tenemos en común tonterías que luego unen mucho: una memoria sin fondo para lo inútil (películas de Esteso; decenas de apellidos pasados), una cierta predisposición para lo peor (él del Español, yo del Arleti y los dos de Comisiones) o el afán de sorprender.

Él se sacó una nueva actividad, el Museo del Subjuntivo, que me gustaría haber inventado a mí. Uno pasaba por el aula y veía a suecos, brasileños y alemanes desfilando por ella como en una galería, usando el español ante cada cuadro. Luego, en la sala de profesores, hablábamos de ellos, de los alumnos actuales y de los no tan actuales, y de sus países y de la diferencia. La diferencia.

Como tantos españoles, el Melenudo y yo elegimos que parte de nuestro trato se basara en obviar España, un obviar que es un silenciar, un silenciar que es un desistir. Así va mi condición de extranjero primando sobre la de español.

viernes, 15 de abril de 2005

Beber en Berlín

Somos, pero podríamos no ser. En Berlín la gente y los sitios parecen tener muy asumida esta condición de contingentes. No así el régimen de la antigua República Democrática, que en la Stalinallee erigió kilométricos edificios de piedra para el pueblo. Palacios para el pueblo, de estilo clásico, con puertas monumentales y cientos de pisos iguales en cada uno.

Aquí ya no hay ninguna calle que recuerde a Stalin. Siguen esos palacios, imponentes, habitadísimos, en la actual Karl-Marx-Allee. A pie de calle, en uno de los bloques, donde se encontraban las oficinas de ČSA, la compañía aérea de la antigua Checoslovaquia, se puede beber un whisky sour a la altura de aquéllos que ayer decía.

El sitio ha conservado el nombre, y dentro predominan el cuero y los tonos claros, del blanco al crudo al plateado, y por su larguísima cristalera veía nevar en invierno mientras apuraba una flamígera copa. No admiten tarjetas, por lo que a falta de efectivo tuve una noche que cruzar la nieve y el hielo hasta la Sparkasse de enfrente. Con uno de sus cócteles encima, se me hizo como triscar por el monte.

El negocio lo lleva a solas René: el ČSA es suyo. Lo abre, lo limpia, prepara esos cócteles y lo cierra. Ahora está triunfando. Es posible que algún día se canse, o se aburra, pero para entonces estará este texto más que caducado. En Berlín nada ni nadie pretende ya durar.

jueves, 14 de abril de 2005

Beber en Barcelona

El Dry lo descubrí un verano largo y cruel, a instancias del doctor Baillo. La primera vez que nos sentamos en la barra del Dry, me hizo fijarme en Paco, el Profesor, y me dijo: “Si Paco no lleva hechos diez mil dry martinis como el que está haciendo, no ha hecho ninguno. Por eso es el mejor”.

El doctor fue el amigo que en un momento muy concreto de la vida sabe estar con uno para saltar entre la melancolía y la euforia; y el Dry, la barra canónica, la madera noble, la antítesis del tugurio, donde nunca hay demasiada gente y los camareros siempre ejercen elegantes y verticales.

En la barra del Dry cobré conciencia de que algunos negocios nacen con la doble ambición de ser eternos e inmutables, y lógicamente se piensa para qué, para qué cambiar ese whisky sour o el sherry mary que prepara Ceferino o las castañuelas de Violeta la Burra, que entre tanta madera irrumpía y nunca se quedaba sin piropearme. Me fui de Barcelona sin comprarle ningún CD.

Quizá sólo soy un cateto mesetario y el Dry mi Tiffany’s particular. Ya he llevado a mucha gente ahí y a todos les repito lo que el doctor me dijo aquella noche, sobre Paco, sobre el cóctel perfecto y la barra quirúrgica e inmaculada. Porque de lo que se trata en Barcelona es de que las instituciones perbeban. Perdón. Pervivan.

Persona

Sólo vinieron dos alumnas que ocuparon sus sitios habituales, una al lado de la otra, así que yo me senté justo enfrente. Tocaba repasar y ampliar los adjetivos con los que se describe la personalidad. Cada adjetivo daba paso a un comentario sobre alguien a quien se le pudiera aplicar. Llegamos a "extrovertido" y, como no se les ocurría nada, me puse a mí mismo de ejemplo.

"¿No os parece que yo lo soy bastante? Extrovertido". Se me quedaron mirando, con una sonrisa. La de la izquierda contestó: no, tú eres introvertido, no pareces, pero yo creo que tú eres introvertido. Argüí que me gusta mucho hablar y saqué algún otro adjetivo a propósito de la facundia: eran cortinas de humo. Me sentía delatado.

"¿Introvertido?, si a mí me gusta mucho hablar". Por eso, dijo la otra. Una hora más tarde, aireándome por la Kastanienallee, di con un pensamiento de alivio: por lo menos se dan cuenta de que este trabajo exige un desdoblamiento, un esfuerzo añadido de psicosis. Aparte de reconocerlo, hoy, de alguna manera, me lo han reconocido.

Sólo unos meses más tarde he logrado explicarme el motivo de aquella inquietud. Procedía de la conciencia de que soy muy natural dando clase; de que lo de dar clase me sale mu natural. A pesar de lo cual, aparento estar desdoblado. Así que una de los dos está equivocada: mi alumna o la conciencia de mí mismo.

martes, 12 de abril de 2005

Ubi sunt

Anoche me dirigía a casa de unos amigos, en Prenzlauer Berg, a darles la clase semanal. Necesitaba andar y me bajé en la parada anterior a la de su casa, lo que en Berlín puede traducirse en cuarto de hora de paseo. Me desvié. Fui por Pappelallee. Me detuve en un patio con columpios vacíos desde el que se contempla la parte de atrás de varios edificios, una visión a la que nunca me resisto.

Supongo que lo que va de texto ya preludia que pasó algo. Un hombre de manos hinchadas me agarró del brazo pidiéndome cigarrillos. Cuando comprobé que no había nadie cerca, todo me dio igual. Le enseñé el billetero vacío y saqué dos euros del monedero. Su acento me parecía del este, le pregunté si de Polonia. Por los ojos le brillaron una desesperación que me parecía infantil, y luego las lágrimas.

Volvió a depositar la moneda en la palma de mi mano. Cerró el puño derecho y, apuntándolo a mi cara, sólo me exigió que no llamara a la policía. Una fuerza o una temeridad ingobernable me obligó a tomar su puño derecho y dejar la moneda ahí. Podía tener mi edad. Cruzó la calle y entró en una tienda de licores en la acera de enfrente. Hacía tiempo que la moneda había dejado de ser mía.

lunes, 11 de abril de 2005

La felicidad

Cuando Barcelona, vivía Alejandra Silva en un piso largo y alto del barrio del Born. Sola. No sé de sus peores ratoss; creo que oía tangos. En los mejores, me preguntaba: “¿No tienes, a veces, la intuición de estar viviendo la felicidad?”. No supe contestar hasta que una noche añil, paseando cerca de su casa, sentí por primera vez que pertenecía a un sitio que no era Madrid.

La felicidad propia del extranjero debe de tener alguna relación con expandirse materialmente. La felicidad a mí me empieza a ocurrir cuando constato que mi vista se ha adaptado. Todo empieza por la vista. Hoy me he cruzado por la Torstrasse con una chica que iba en bicicleta. No me acuerdo de su cara, pero sí de que llevaba un tutú rosa y unas medias a juego y con rayas negras.

Yo mismo me había colgado, más que puesto, una corbata con rayas y unos pantalones naranjas. Esperando después en el andén, a mi lado, un hombre con un pequeño tatuaje con forma de rombo en el pómulo leía el Wall Street Journal. En el vagón me puse a hojear la primera y voluminosa edición de Gente 1.

La mujer de enfrente me miraba con los ojos muy redondos. ¿Pensaría que yo era otro alemán que se mete a estudiar español? Con estas cábalas, yo, feliz.

viernes, 8 de abril de 2005

Selección natural

En Code 46, penúltima película del inquieto director británico Michael Winterbottom, transcurre la acción en un futuro no muy lejano, a juzgar por elementos como la vestimenta de los personajes, en absoluto diferente de lo que se ve hoy en una gran ciudad, o los medios de transporte, tan alejados como los actuales de las propuestas de Minority Report.

Uno de los cambios más sensibles en el futuro próximo que Winterbottom y su guionista han concebido es lingüístico. La mayor parte de la película se localiza en Shanghai y todos los personajes con papeles hablados usan un inglés con injertos: mandarín para el saludo; francés en frases hechas (n’est-ce pas?, voilà); otro idioma que no reconocí y me sonó árabe; español; del alemán, ni rastro.

En esta historia, el español designa elementos muy básicos: palabra, dinero, papeles. Y lo siento y claro, que ahora recuerde. ¿Es verosímil una lengua franca que sólo incorpore préstamos de tipo léxico? Y, ¿por qué precisamente esos préstamos? ¿Por qué se impone el inglés?

¿Por qué me sorprendo levemente fastidiado? ¿Porque me gustaría que al español le correspondiera en el futuro un papel más preponderante? ¿Es esto lo que siente un nacionalista? ¿Es una idiotez hacerse estas preguntas? ¿Mejor me callo?

jueves, 7 de abril de 2005

El Lovelite

­­­­En mi vida he pisado muchas discotecas y me da que en ellas nunca he estado a lo que tenía que estar. A pesar de esto, el Lovelite lo he visitado ya cuatro veces. Se trata de una especie de garaje donde la gente, nunca más de ­cien, beben, se mueven y no se quieren lucir. Esto es para mí el barrio de Friedrichshain.
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­­La discoteca tiene dos salas recogidas y siempre llenas en las que se pincha una música similar a la de la sala Sol de Madrid. Son espacios informes que me recuerdan por la oscuridad y las dimensiones al Maravillas en los noventa. La entrada y la barra de Lovelite presentan una iluminación más cruda que me lleva a La Vía Láctea o a Autores.
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­­­­La sustancial diferencia es que Friedrichshain, siendo muy animado­­, se parece muy poco a aquel barrio de Malasaña. Para encontrar Lovelite o Rosi’s hay que caminar por el silencio­­ y la noche, calles largas y oblicuas de casas apagadas. Es como si la marcha no se hubiera querido apoderar del urbanismo.
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­­­­­En el Lovelite se entra como en un reducto. En mi vida he pisado muchas discotecas. Nunca me imaginé que en una me atacaría la saudade.

C­omplicidad

­­Hace unos diez días, viajando de Lehrter Bahnhof hacia Friedrichstrasse, se me sentó delante un hombre de aspecto encleque, arábigo y afrentado. Creo que no parecía mayor que yo. Llevaba vaqueros, una chaqueta americana blanca sin arrugas y una camiseta azul. En mi opinión, iba demasiado fresco. Pensé que era homosexual o muy chulo.
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­­Miró algo o a alguien que quedaba a mi espalda. Me hizo un comentario que no entendí pero que por el tono deduje que pretendía obtener alguna complicidad por mi parte. Le contesté con mi versión de una sonrisa sobria y me escondí mirando Berlín por la ventana.
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­­Había visto a la revisora. Cuando llegó hasta nosotros y nos pidió el billete, el hombre le exigió a ella la identificación: se la hizo mostrar del derecho y del revés, mirando con los ojos muy negros la cara amilanada de la mujer. Finalmente, dirigió a la revisora dos o tres frases que tampoco alcancé a entender pero que me sonaron llenas de indignación y, contra mis expectativas, presentó un billete válido.
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­Yo sabía que, cuando la revisora nos dejara, él iba a girarse y a hablarme y a buscar de nuevo la complicidad: en mi experiencia, son hombres quienes tienden a hacer estas cosas. Antes de que sus ojos encontraran los míos, yo ya estaba escrutando la ventana.

martes, 5 de abril de 2005

El pasado está imposible

Se me olvida a veces por qué explico los pasados como los explico; supongo que por la cantidad de alumnos que, haciendo buen uso de la lógica, me han dicho: “He creído que hoy empezamos antes”. Pero este recuerdo, como tantos otros, puedo haberlo deformado o inventado. Lo que sí sé es cómo se aborda la referencia de hechos pasados en la mayoría de libros de español como lengua extranjera.

Simplemente considero un contradiós que se presenten separadas las formas del pasado. El extranjero aprende que el pretérito perfecto se usa para la acción que ocurre hoy, o esta mañana, y no se lo saca de la cabeza: de ahí “he creído que…”. Claro. El error se encallece. Corregirlo supone borrar uno de los criterios más machacados en la didáctica del español.

Prefiero a mis alumnos familiarizarlos de entrada con el desorden, enseñándoles situaciones en las que aparecen los pretéritos: dar una excusa, contar por encima un sueño o la película de ayer. En cada una se mezclan los pasados de manera distinta. Si alguien tiene la suficiente curiosidad –y los alemanes suelen tenerla- para preguntarme por el uso de una forma aislada en el discurso, es entonces cuando recurro a la teoría.

No sé si mi práctica es más efectiva que la que dicta la mayoría de textos. Me parece en todo caso más fiel. ¿A quién? Al complejo y admirable modo en que el español trata el pasado.

Antropología

El pasado domingo 27 hacía bochorno en Londres y las calles estaban apelmazadas y una serie de proyectos salieron mal o no pudieron ser, como el Plan (A) de ir a Brighton a ver el mar, el (B) de meternos en la última película de Woody Allen y el (C) de ser felices. Terminamos viendo Desayuno con diamantes y por primera vez esta película me pareció coja.

Sin ganas ni motivo recalamos los hermanos Sauras en el British Museum. ¿He dejado caer ya que estábamos quemados? Abochornados. Ni una momia vimos. Lo que hicimos, erráticos, fue observar a la gente desde una atalaya de mármol en el centro del edificio. Como siempre, me pregunté quién sería español. Esa chica cansada y sola en un banco, algo espatarrada.

¿Tú crees que alguien se podría dar cuenta de que aquí arriba estamos ejerciendo de españoles analíticos y exquisitos?, pregunto a Pablo. Qué consuelo sentirse en familia. Él nunca me va a decir que parezco un españolazo, a pesar de la alopecia y el hirsutismo en brazos y cejas.

Al bajar, oímos a una mujer –a otra- anunciar a su pareja “voy a preguntarles a éstos”. Se nos acercó decididamente diciendo “oye, ¿sois españoles?”. Nuestra cara no debió de reflejar ni decepción ni fastidio, porque enseguida se dio la vuelta. “Nada, no son”, y siguió su busca.

viernes, 1 de abril de 2005

Extranjero y extranjero

Si un estadounidense reconoce a otro entre una muchedumbre de Europa, ¿tiende a evitarlo? Dos franceses lejos de Francia, ¿qué harían? ¿Y dos italianos? Sé que no soy el único español que evita a otros allende. Anteanoche fui evitado. Fue en un restaurante japonés muy estrecho: cada mesa quedaba a menos de veinte centímetros de la contigua.

Me estaban esperando, así que no elegí yo el sitio. Ya desde la puerta me pareció que mi vecino iba a ser español. La pinta. Cuando mis sospechas, al minuto, se confirmaron, hice lo imposible por hablar en alemán (ya que callarme no puedo). Él se moderó y bajó la voz y en ningún momento lo sorprendí mirando en mi dirección.

Hubo algún subepisodio ridículo, como cuando quise decir "desafiar" y no me salía. Con "fordern" habría bastado, pero me empeciné en explicarlo en alemán, descomponiendo el significado y la conversación hasta la arcada, con tal de eludir ese momento en el que los paisanos en tierra extraña se preguntan de dónde son.

Agradable velada. Todo lo despachamos al mismo tiempo, el vecino español y yo: el plato principal, la cuenta. En la salida, ya no recuerdo quién cedió el paso a quién. Si fue él, seguro que le dije Danke.

El Pagode

Una de las calles inconfundibles de Berlín es la Bergmannstrasse. En verano se la reconoce por las cintas de luz que cuelgan de varios de sus árboles. No ocupa más de cinco manzanas, pero en ellas comprime casas centenarias, estancos, una lavandería, comercios de todo y restaurantes de cualquier etnia. El que más fuerte huele es Pagode.

Se trata de un tailandés ambientado en verde y amarillo y con música muy groovy (yo me entiendo). La carta presenta más de cien platos, algunos de los cuales están señalados como clásicos del sitio. Si uno, por ejemplo, quiere pato crujiente con salsa de coco y cacahuetes acompañado de un batido de lichis o agua de rosas, se acerca a la barra, pide un 88 y la bebida, paga menos de diez euritos y a los cinco minutos está comiendo.

La gente no para de afluir, y entonces piensa uno lo que cualquiera con treinta años cumplidos: que hacen caja, que igual no les costaría mucho a los dueños montar una cadena. Pero éste es el momento de la digresión en el que uno se pone izquierdoso y exalta el capital humano: el truco del Pagode son sus cocineras, a las que ya desde la calle se puede ver manejando los woks y moviendo rápidamente los labios.

Ahí sentado, entre la música y la fritanga lo que más oigo es su idioma, que me suena pícaro, conspiratorio y estridente cuando se ríen. Hablan y hacen y hablan y hacen. Me pregunto si son ajenas a lo extranjero.