lunes, 28 de diciembre de 2009

Los hermanos Sauras salen de paseo

Por primera vez en tres mañanas me levanto sin dolor de cabeza. Para ello ha resultado clave concienciarme, justo antes de cerrar los párpados, de que hay que dormir como un vampiro, sin contorsión ni encogimiento. Al despertar y comprobar la ausencia de dolor en cada punto del cráneo, decido que toca día eufórico. Al fin. Desde Jerez, mi mujer me había recordado la víspera que en vez de acatarrarme o desperdigar virus, cada Navidad me ronda tres días la migraña: mi manera de acusar la bajada de defensas. Me encamino a la báscula muy ufano, convencido de que estos días he perdido algún gramo de mis siete kilos de sobrepeso. Voilà!, estoy en 76. Seis kilos seis. Eso que me queda. Como interrumpir procesos es lo más cercano que conozco a la muerte, me resuelvo a seguir quemando barriga y le propongo a mi hermano una hora de paso ligero por la Castellana, después de la comida. Hasta el Villamagna y vuelta.

A la altura del Ministerio de Defensa el plan cambia. Yo continúo en mi grasienta epopeya de perder kilos, mientras que mi hermano proyecta algo más ligero, un cuento corto en homenaje a paseos pasados –Hampstead, tal vez- y sugiere un parque. Mi oposición, mínima. En la Castellana decide subirse al primer autobús que pase. 147. Después de dos paradas, me doy cuenta de que yo cogía esta línea a diario para cursar Derecho en Icade y que no deja muy cerca de ningún parque. Al expresarle esta reserva a mi hermano, replica que tal vez aporte más un paseo por el centro. Mi oposición, mínima.

Por el centro: olor a pescado, masas de caras españolas, letreros de plástico mustio, Madrid, Preciados. Mi aspecto: chándal y chaquetón; el de mi hermano: entre Retorno a Brideshead (sólo la he visto anunciada o rememorada, eso sí, unas veinte veces) y barrio Salamanca pero sin peinarse hacia atrás ni mucho menos ricitos (de ahí, en parte, lo de Brideshead). A mi hermano siempre le ha divertido mi flirteo con lo estrafalario; a mí siempre me ha admirado su familiaridad con los libros. En los próximos días ampliaré esto. Llegamos a la altura de la Casa del Libro, que según él se ha convertido en algo tosco. Prefiere una librería como Antonio Machado, con menos títulos pero más selectos, y en el escaparate de la Casa vemos una columna entera de La noche de los tiempos, la última novela del siglo de Muñozmo, junto a Kamasutra de oficina: encuentre la postura ideal (algo así). Me siento tentado de seguirle la corriente reparando en la estrechez del sitio, las olas de gente, lo apretujados que están todos los productos en España -libros como chirlas-, pero me acuerdo de Shakespeare&Co. a la orilla del Sena y me callo, yo. Qué bueno es callarse. Me callo y entro, desviándonos por tercera vez de la odisea contra mi adiposidad.

Voy a tiro hecho a por un libro de análisis del discurso coloquial, dando por supuesto que mi gestión de diez minutos se va a alargar una hora porque mi hermano se recorrerá dos plantas de la librería echándole el ojo a todo, como Montand en la joyería de Le cercle rouge [que quede claro que me ha molado este símil], así que le propongo que nos encontremos al cabo de una hora junto a la entrada. Pero mi hermano Montand está sin blanca y me dice: te sigo. Esto no le impide husmear y señalarme en la planta de Lingüística un libro de referencia, Cómo funciona la ficción, de James Wood, 23 euros, igual que su admirado DeCaprio al final de Catch Me If You Can, cuando indica a Tom Hanks las mínimas imperfecciones de un billete falso [este símil me ha molado menos]. Horas después, y solamente porque mi hermano lo ha alabado, compro How Fiction Works en bolsillo a través de Amazon Alemania por 9 euros, gastos de envío incluidos. Empeñado en andar una hora seguida, propongo volver a casa a pie y mi proyecto de ley se topa con una fraternal enmienda a la totalidad.

De ahí a casa caen dos cervezas y media por cabeza, ya en sitios de nuestro barrio. Por el camino le empiezo a contar fracasos amorosos de hace veinte años y él, aparte de objetar que la conversación parece de película de Ben Affleck charlando con compañeros del high school, me recuerda que es la tercera vez que le menciono lo de X y quizá la quinta que saco lo de Y. Me consuela que no me haya emparentado con una película de Garci. Nuestra última conversación del paseo que iba a ser de una hora trata sobre la falta de conversación. En toda la tarde no nos hemos mirado más de cinco segundos a los ojos, de una manera similar a como yo he esquinado en todo este texto su nombre. Mi hermano se llama Pablo.

Es casi la una de la madrugada y el balance del día ha sido el siguiente. Hace una hora pesaba 76,2 kilos. He repasado los kanas de ayer. He escrito tres correos electrónicos. He dejado un par de trazos gruesos con los que repasar a mi hermano dentro de unos meses, o unos años. Pues debiús.

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domingo, 27 de diciembre de 2009

Primeros mendrugos

En la primera entrada desde mi glorioso regreso al blog dejé varias cosas abiertas, unas a propósito y otras por incompetencia:

- La expresión actor de la vida: así me llamó mi amigo Álex una vez, no sé si por piedad. Sé exactamente cuándo, dónde y a raíz de qué, pero no voy a rastrear el recuerdo. ¿Es necesario decir todos los recuerdos que afloran, reproducirlos como si la vida estuviera llena de greatest hits? Desde que tengo abuso de razón lo he pensado. Ya saben: niño eterno, manta de lana lila, jaquequitas. De ahí a ser proustiano hasta cuando voy en calzones -sin haber leído más allá de A la sombra de las muchachas en flor-, no había más que un paso. Un brasas con lazos, vamos. No sé si por piedad para conmigo mismo, voy a recordar mogollón en estos diarios, pero voy a hacer por justificarlo cada vez. Será otro día.

- Estos últimos meses que me quedan en Europa: a partir de febrero voy a vivir en Tokio, con la consiguiente pérdida de contacto. Por razones que no hace falta explicar pero gastaré horas y bytes en detallar, me propuse montar un blog sobre el choque cultural. Ah, la multiculturalidad. Hermoso y tedioso concepto que da lugar a tantas risas, sonrisas y abrazos en congresos (y fuera de ellos, para qué engañarse). Es lo que me da de comer. Será otro blog.

- Expresiones como brasas y debiús: los cuatro gatos que las lean, si no las entienden desde hace decenios, acabarán por pillarlas.

En la entrada de ayer me quedé en lo de que leer me obsesiona. Al escribir los tres mendrugos previos, ondeaba sobre ellos el título Leer para qué. Ahora me he dado cuenta de que es un poco tarde para empezar un texto sobre el particular con pretensiones de solidez (y he escrito solidez muy rápido porque ya me entraba o el asco o la risa) y además me he olvidado de lo que iba a contar. Será otro día.

Son casi las seis de la tarde y el balance del día ha sido el siguiente. He tardado dos horas en montar un programa de memorización en el ordenador. En algo menos de tres horas he aprendido a distinguir quince katakanas y quince hiraganas (reflejos silábicos del japonés). He conseguido no forzarme a comer todo lo que me ha puesto mi madre en el plato. He tirado algo menos de una hora con resúmenes varios del partido Lakers-Cavs de ayer. Debiús.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Un retorno triunfal

Hace unos diez años, cuando vivía en Madrid, los mejores días madrugaba, hacía ejercicio y me quedaba la esperanza de leer con la cabeza despejada el resto del día. En los peores, me levantaba tarde y hacía ejercicio con mala conciencia porque le estaba quitando tiempo a la lectura. En los días buenos y en los días malos me levantaba espeso y desanimado, como tanta gente, pero se lo hacía notar a mis padres, con quienes vivía entonces y paso ahora estos últimos meses que me quedan en Europa. Exageraba mi molestia, como un niño o como un actor de la vida . No hace falta mucho imaginar: arrastraba los pies, me pasaba el día en pijama, cuando me dolía algo doblaba la cerviz e incluso apoyaba medio cuerpo encima de una mesa (¡dios!), siempre a la vista de ellos, para que pudieran preguntarme y yo pudiera bufarles. Un niño de más de 25 años. Un mierda, vamos.

Como no he cambiado mucho, hoy me he marcado el mismo numerito. Me he tumbado en el sofá, mi madre me ha dado un Efferalgán y me ha echado por encima una manta de lana lila (no es una metáfora de nada) y me he puesto a leer The reasons of love, de Harry Frankfurt (el de On Bullshit) hasta la página 10. Durante esas 10 páginas, mi cabeza ha hecho lo siguiente:

- cantar Creep no menos de tres veces;
- imaginar una memoria universitaria de investigación con una estructura narrativa de historias paralelas;
- dudar si le regalo a mi amigo Pedro un vale de Amazon o algo más sentimental;
- dudar si le regalo algo a Laura, la madre de la hija de Pedro: el año pasado le mandé un bolso pero no me lo agradeció, pero esto no debería ser óbice porque sigo echando de menos los años que ella pasó en Madrid. Siempre me ha gustado Laura, concluyo;
- encontrar algo de mí [Yo al leer no critico ni me formo ni me emociono ni me sereno: yo me identifico o no me identifico] en las frases de Frankfurt People who are scrupulously moral may nonetheless be destined by deficiencies of character or of constitution to lead lives that no reasonable person would freely choose (…) For example, they may be emotionally shallow; or they may lack vitality; or they may be chronically indecisive. To the extent that they do actively choose and pursue certain goals, they may devote themselves to such insipid ambitions that their experience is generally dull and without flavor;
- decidir mi vuelta a este diario.

Son casi las dos de la tarde y el balance de la mañana es el siguiente. Una jaqueca casi superada. Siete libros en torno a mí: cuatro de mi trabajo, tres que deseo. 10 páginas leídas de uno de los que deseo. Casi 500 palabras sobre mi incapacidad para la lectura. Debiús.

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