jueves, 31 de marzo de 2005

Shaftesbury Avenue, Soho, una tarde de sábado

En Londres no. En Londres las calles no se cruzan sino que se asaltan. En Londres ha asomado el sol y las chicas pasean ya sin medias unas piernas muy blancas sobre la calzada de alquitrán. En el barrio de Chelsea hago reparar a mi hermano en la perfección facial de unas maniquíes que el tendero o tendera o escaparatista ha engalanado con abalorios alusivos a diversas de las últimas décadas.

Al fondo de la tienda los clientes y clientas luchan contra la década actual toqueteando accesorios, imaginándose los trapos, remedando maniquíes, pagando por ello. He pasado la Semana Santa visitando a Pablo y lo que más me ha chocado esta vez es que en Londres nadie para. Nunca me había chirriado tanto que en todos los ángulos siempre haya alguien que mastica, señala, introduce, se prueba, envuelve, compra.

En los teatros del Soho, todas las entradas y marquesinas están preñadas de comentarios ditirámbicos. “Gripping!” – Evening Standard. “Compelling” - Observer. El sábado, tirando la casa por la ventana, fuimos a ver Don Carlos en el Gielgud Theatre, con Derek Jacobi en el papel de Felipe II. El montaje, con su constante olor a incienso y su juego de grises y negro, me pareció brillante.

Su efecto lo pudimos medir en el entreacto. Sobre el fondo de un pasillo curvo y rojo, no menos de veinte personas se consagraban a chupar, tragar y apurar sus londinenses helados de miel y jengibre.

miércoles, 30 de marzo de 2005

Mehringdamm, cuatro y pico de la tarde

El semáforo en rojo. La calle tiene cuatro carriles, dos en cada sentido. La calle presenta acusada pendiente: antes de calle, fue la ladera de un modesto monte. Pasa algún coche. Los veo venir desde arriba y desde abajo. Pasan muy rápido. A mi derecha, una señora. Yo estoy pensando en el Viktoriapark, al otro lado. Su umbría sinuosa. No pasan coches. Sólo se mueven las hojas. La gente espera.

En la acera de enfrente aguardan dos chicos. Miran a su izquierda. Piensan en cruzar hasta la mediana. No cruzan. El muñequito sigue en rojo y pienso en un país temeroso de las normas. Ahora tengo a la derecha a la señora y a otro chico. Apenas pasan coches; los que pasan, pasan rápido. Ha pasado un minuto. La generación de la posguerra reconstruyó meteóricamente el país, en lo que se ha dado en llamar milagro alemán.

El muñequito se pone verde. La señora y yo llegamos hasta la mediana; los chicos cruzan la calle entera. A la señora y a mí nos vuelve a detener el semáforo. Me oigo respirar. Noto mi ausencia total de angustia. Estoy entre alemanes acatando sus normas, pensando en su Historia. Pasa algún coche, y con ellos el tiempo.

jueves, 24 de marzo de 2005

Palabras y cuerpos

Una vez me contó un ejercicio que le habían puesto en clase de baile. Con cada movimiento, tenía que despedir una palabra cualquiera, un amasijo de fonemas. ¿Por qué el profesor le pidió aquello? Años después, sigue sin tenerlo muy claro; ella cree que para luchar contra el perfeccionismo. Los sonidos que emitiera probablemente cumplían la función de distraerla, de combatir su obsesión por el movimiento perfecto.

Leo un artículo del profesor Cantero que me recuerda que las palabras no dejan de ser ruidos rumiados, masticados, aireados, exhalados por un cuerpo con órganos al efecto. Lo que luego llamamos "palabra" es una convención, una unidad sacada de un mejunje entonado, y la cabeza me baila y me lleva a las películas de Wong-Kar-Wai. Uno de los placeres que para mí tiene el volver a verlas es prescindir de los subtítulos e intentar recordar lo que están diciendo en cada escena.

La peña de estas películas habla en chino, pero después de ver una, me siento capaz de imitar la entonación de un actor de Hong-Kong cuando amonesta a su enamorada, o en el trance de abandonarla, y por un momento no me faltan las palabras.

Tengo yo ahora la tentación de diseñar un ejercicio que distraiga al extranjero de producir palabras y palabras, un ejercicio para fabricar una pasta que suene a español, para no perder nuestra condición de cuerpos que hablan.

miércoles, 23 de marzo de 2005

Vecinos (II)

Mi casa data de 1879. Los edificios de su zona se mantuvieron en pie por la proximidad del aeropuerto de Tempelhof, el predilecto de Hitler. A partir de aquí he oído dos versiones: según unos, los alemanes defendieron el aeropuerto con suficiente denuedo; para otros, fueron los aliados quienes se abstuvieron de bombardearlo con la misma atrición que borró ciudades enteras del resto del país.

El caso es que la historia ha conservado Tempelhof incólume, como también mi casa y los túneles que la comunican con sótanos adyacentes. El aeropuerto, marmóreo y fantasmal, lo tengo a diez minutos andando; otro día lo escribiré. El sótano de casa, cada vez que bajo a por carbón, me roza el cráneo con sus telarañas deshechas y a menudo me llama. Me desentiendo entonces del carbón y sigo por el pasillo, giro a la izquierda, giro a la derecha y me topo con la tiniebla.

Nunca he podido seguir por ese túnel. Quizá no hayan tapiado su acceso al edificio contiguo. Quizá no haya más muro que la oscuridad. Cierro la puerta del sótano, con el cubo de carbón lleno, y al entrar en casa reparo en unos zapatos negros delante de la puerta del vecino.

Los zapatos siguen ahí al día siguiente. Y todo el resto de la semana. Un día los zapatos desaparecen. Debo de haberme montado otra película, pienso mientras bajo las escaleras, y de repente me paro. Los mismos zapatos esperan ante la puerta de otro vecino.

martes, 22 de marzo de 2005

Vecinos (I)

Cuando vinieron a visitarme, creo que mis padres se quedaron tranquilos al comprobar que la parte sur de Kreuzberg, donde vivo, les recordaba al barrio de Salamanca, por sus fachadas historiadas, por las ventanas, anchas y dominantes, por la edad de las piedras. Sólo mirar esas filas de casas antiguas me hace pensar en una cara serena y lavada.

La gente que luego se cruzaron no parecía ya la del madrileño barrio. En Kreuzberg cohabita en casas rancias y nobles gente de muy vario poder adquisitivo. Estudiantes y profesionales. Familias de inmigrantes y ancianos que conocieron el Tercer Reich. Karen y su vecino del entresuelo. Cada vez que sale -él-, deja un papel pegado en la puerta con el que avisa de su paradero: la oficina de ayuda social, la mayor parte de las veces.

A quién tendrá que avisar este hombre. Me vienen a la cabeza imágenes de informadores polimorfos, confundidos entre los personajes del barrio, como en las películas mudas de Fritz Lang. La letra de las notas es agónica: se ve prieta y en renglones vacilantes.

El otro día leyó Karen un nuevo texto: "Estoy bajo arresto". In haft. La expresión me suena un poco forzada, casi diría que literaria; iba acompañada de la dirección de la comisaría. Empecé a montarme una película. Mi barrio esto es lo que tiene.

Worte und Wörter

La frase más repetida para ilustrar la incompetencia lingüística propia es que a uno le faltan las palabras. ¿De qué palabras hablamos? Es orientativo que la frase solamos pronunciarla hablantes de nivel medio, familiarizados ya con la mayoría de estructuras gramaticales: esto apuntaría a que las palabras que nos faltan correponden a lo que los maestros llamamos "vocabulario".

En alemán, "palabra", "Wort", tiene dos plurales. Aún no los diferencio. El plural "Wörter" creo que se usa para nombrar palabras en masa ("5184 Wörter", por ejemplo). El plural "Worte" es el preferido en la expresión "Me faltan las palabras", "Mir fehlen die Worte". El idioma parece plasmar una diferencia cualitativa entre unos conjuntos de palabras y otros.

Intuyo que cuando sea capaz de determinar esta diferencia, sabré de qué hablo cuando afirmo que las palabras me faltan. De momento no. El otro día, en una charla, di por supuesto que la biografía de Sartre se habría traducido como "Die Worte". Agua.

viernes, 18 de marzo de 2005

Cinco Magos (II)

Junio, 2005. Una oficina de Madrid. Llega K. a las nueve y media. Su jefe, Braulio, le está esperando, visiblemente nervioso.

Braulio: 1. a) ¿Qué pasa? b) ¿Qué ha pasado? c) ¿Por qué eres tarde?
K: ¿Cómo?
Braulio: Son las diez.
K: 2. a) Yo sé. b) Yo veo. c) Ya lo sé.
Braulio: ¿Y?
K: Ahora empezamos a las diez, ¿no?
Braulio: 3. a) ¿Eres seguro? b) ¿Estás seguro? c) Eres falso.
K: Yo 4. a) pensaba b) supe c) había creído que 5. a) habíamos empezado b) empezamos c) éramos el horario de verano.
Braulio: 6. a) Entonces, no. b) Pues no. c) Que no.
K: Ah, ¿no?
Braulio: 7. ¿Quién a) ha dicho eso? b) lo decía? c) dijo?
K: 8. a) Desde hace una semana, b) Hace una semana, c) Una semana pasada, en una reunión.

Éstos son los ejercicios de rellenar huecos que me gustaría trabajar. Puedo pasar dos horas escribiendo y volviendo a escribir diálogos, hasta que me quedo con la sensación de que la gente habla así poco más o menos. Y al pasarlos a máquina, por supuesto, vuelven a sonarme anquilosados. Pero prefiero equivocarme solo.

La mayoría de ejercicios consistentes en incrustar palabras no me suenan orales; no me suenan. La mecánica del ejercicio radica en decidir si un hueco de la conversación debería rellenarse con imperfecto o indefinido, por ejemplo, pero en mi experiencia no es éste el tipo de decisiones que toma un hablante en su producción. Las dudas puntúan nuestro discurso en lengua extranjera, pero no de esta forma.

¿Es contradictorio sentir que se tiene razón? Este tipo de cosas voy rumiando en el metro hasta que salgo y me disipa el sol ventoso.

Pequeñas victorias

Se cumple un año de mi llegada a Berlín y cómo ha cambiado la vida. ¿Cómo ha cambiado la vida? A ver. Ahora vivo solo: he podido pintar la cocina de color chicle; todo lo que hay en lavadora, nevera y ducha es mío, todo. Casi todos los días hablo en alemán pero días hay en que no hablo en absoluto. Qué fruslerías, ¿verdad?, y sin embargo estas cosas, como los tsunamis íntimos, familiares y amicales, a uno lo van marcando, batiendo, haciendo.

De pequeño soñé más de una vez con una casa llena de gente en la que todo el mundo hacía algo menos yo, que sólo me dedicaba a observar. Por lo que he vivido, la mayoría de aprendientes de lengua extranjera tienen una percepción parecida a la mía en aquel sueño, la percepción de que no mejoran o no adquieren, quizá porque forma parte de nuestra cultura cifrar el progreso en bandazos (grandes compras, títulos, ceremonias).

Como no soy una excepción, me puse a escribir este diario, con la vana pretensión de oírme crecer como extranjero, como hablante de alemán y maestro de español. Y así busco lo mínimo, los mínimos triunfos y las mínimas derrotas acumulados desde que me vine a Berlín.

Quiero pensar que, del mismo modo que la costumbre del carbón y de vigilar el fuego de cada día, se me ha arraigado la lengua extranjera. Con esta perspectiva hago mi trabajo.

miércoles, 16 de marzo de 2005

Cinco Magos (I)

Uno de los grupos que llevo me ha pedido que les ponga un examen. Su nivel se corresponde con el b1, de acuerdo con la homologación europea. Algunos alumnos quieren medir su competencia en español; otros, trabajar con un objetivo más concreto; otros asienten. Concertamos la fecha del 11 de abril, programo la preparación y empiezo a redactar las pruebas.

Debo decir que el recuerdo de los exámenes es angustioso no sólo para mí sino para mi familia (las pesadillas más recurrentes de mi madre han sido siempre exámenes de Matemáticas), y que como maestro pretendo suavizar por todos los medios aquello que me oprimía como alumno. Por suerte, esta aspereza no alcanzó a mis exámenes de lengua extranjera, en los que uno se enfrentaba a un enemigo informe (la Universidad de Cambridge) y el maestro se convertía en un compañero de calvario, que acudía a la prueba para animarnos y no para fiscalizarnos (Howard Thomas el día del Proficiency en la Casa de Campo).

No es el caso, porque el examen lo voy a redactar yo hasta el último punto y coma, pero ahora intercede por mí el recuerdo de otro profesor, Terencio Simón, del Máster de la UB, la primera persona a quien oí (a quien quise oír) que los exámenes se ponen para que el alumno apruebe, no para que suspenda. Desde entonces voy por las aulas con una benevolencia desbordante, que supongo que a veces me hace pasar por persona justa y otras, por un coleguita que se enrolla.

He proporcionado a mis alumnos la dirección de mi bitácora. Mañana o pasado escribiré algunas de las preguntas que les pienso hacer en la prueba. No puedo ser su enemigo informe, pero sí un preparador abnegado.

martes, 15 de marzo de 2005

Luz en el norte

"Step on the ground. Step on the ground". El resto lo transcribiré en español. Sólo estábamos él -el dueño- y yo en el café, faltaba una hora para mi clase y me había pasado las dos últimas vagando por la nueva luz de los días, que extremaba las diferencias entre los barrios del norte de la ciudad; entre Wedding, ancho, obrero y tosco, y aquel café de Mitte, diáfano, cubista, coqueto.

Él, como siempre, iba enteramente de negro, pero esta vez sonaba salsa de hilo musical. Cuando nos quedamos solos me contó que aquella maNana, en la cocina, se había venido abajo por primera vez en años. No le pregunté por qué. Mi alemán no debía de gustarle, porque me hablaba en inglés. El café parecía más blanco que nunca cuando se puso a bailar. Después de unos pasos, como si me hubiera leído el pensamiento, me hizo notar que el ritmo se aprehende sintiendo los pies en el suelo. Step on the ground.

Si da la impresión de que yo lo contemplaba con la mirada de Mitchum, estoy escribiéndolo mal. Mi cara era la de Amèlie Poulain en pleno delirio. No sé mover el cuerpo al ritmo de nada y quizá tenga esto que ver con mi dificultad para la comprensión auditiva de lengua extranjera. Esto estaba yo pensando cuando cambió la salsa por un disco de tango y empezó a andar por el café, por su espacio, demostrándome que en el tango andar no es sólo andar sino mirar al otro con todo el cuerpo.

Yo sólo quería escribir algo sobre el fin del invierno.

lunes, 14 de marzo de 2005

Cenar y desazonarse

Me invitan dos exalumnas a cenar la salsa con especias etíopes que ha preparado una de ellas. Saludo la oportunidad de hablar alemán en un contexto distinto de la compra en el supermercado, y después de una hora con ellas me noto cómodo y casi desenvuelto, a pesar del cansancio (estamos al final de una semana en la que han vuelto mis problemas de sueño). Es entonces cuando me comunican que está al caer un amigo que sólo habla alemán con su novia rumana que tampoco sabe manchego y se me anuda el estómago.

Llega la pareja, altísimo él y con la voz resonante; a su lado parece ella menuda y lejos de casa. Él y mis exalumnas tienen, en sociedad, una relación basada en chistes y dobles sentidos. Después de no captar nada de sus primeros intercambios, sonrío como un conejo y me encomiendo al poder desinhibidor del vino, que tanto me soltó en Cataluña. Pero el vino esta vez me adormila.

Hay un momento en el que estoy interviniendo tan sólo para ofrecer algún detalle que no viene a cuento acerca de mi país, y me doy cuenta de cómo una mínima variación en mis previsiones (la presencia del amigo) ha trocado mi rol de maestro en el de pintoresco ibérico. Al cabo de tres vasos, el alcohol logra relajarme, pero en otro sentido: no me importa ya callarme ni mirar a la pared cuando naufrago en cada nuevo diálogo. Observo a la otra extranjera y sonrío con su actitud ante la otredad, tan agradable y diferente de la mía.

Me marché el primero, derrotado, pero semanas después tenía pergeñada una disculpa. Verdaderamente hay pocas situaciones lingüísticas más comprometidas que una cena con nativos, donde tantos elementos de cortesía, cultura y pragmática entran en danza. Espero la próxima con algo de miedo.

sábado, 12 de marzo de 2005

Hace un año (II)

Me despertó la luz y me despertó la gente. Cuando me asomé por los postigos y vi la avenida Bourghiba bullendo como un ciempiés, recuerdo nítidamente lo que pensé. Mi imagen del mundo árabe era tributaria del cine y de novelas inglesas. Un par de mensajes en el móvil, los primeros que recibía en Túnez, preguntaban por los míos y las bombas.

No me hundí hasta pasada la comida, cuando ya sabía que ningún conocido había muerto. Fue en el segundo taxi. La persistencia del sol, del azul y de todo me irritaba; que en esa parte del mundo nada se hubiera parado. Yo mismo había mantenido una cita para comer en el Centro Italiano de Túnez y, aunque ella y yo hablamos de España, la conversación continúa por otros motivos en mi memoria. Cuando empecé a llorar en ese taxi, el segundo del día, le dije que lo peor era no estar entendiendo nada. Ella quiso abrazarme y el taxista nos increpó porque creía que nos íbamos a besar con exceso de efusión y ella le gritó en francés y yo entonces cómo la quise. Pero no se lo supe decir.

Me llevó a tomar el té a Cap Bon, a una terraza de cal desde la que se veía más Mediterráneo que cielo. Se me ha borrado el nombre del lugar pero no su voz. Durante unas horas consiguió que mi imagen del mundo árabe siguiera siendo la de las novelas y nunca se lo agradeceré bastante.

En el primer taxi del día, aún sereno pero solo y desinformado, pregunté en francés al conductor si se había enterado de algo. No, nada. Le conté que no se sabía quién había puesto las bombas. Seguro que Al-Qaeda no ha sido, dijo. Y yo: por qué. Él: en España, no, no tiene lógica; en Estados Unidos, Inglaterra o Israel, sí, pero poner una bomba en España no es lógico, hombre.

viernes, 11 de marzo de 2005

Lebenswichtig

A finales de febrero di una de las clases más gratificantes de los últimos meses. Los dos alumnos que acudieron llevaban conmigo doce sesiones, a razón de hora y media semanal. Yo estaba enseñándoles a expresar gustos, pero esa tarde tenía pensado que describieran su casa o su cuarto, o cualquier casa o cuarto, con el objeto de repasar el difícil juego hay/está y las preposiciones.

Pasamos la hora y media hablando de Berlín, en español y con fluidez, cosa rara en principiantes. Todo empezó cuando pregunté si hay una buena coctelería en la ciudad. No me gustan mucho los cocktails, dijo ella. A mí me gustan muy, dijo él. Y yo: ¿Te gustan mucho? Sí, mucho. Ella: A mí me gusta el vino más. Yo: pero un vaso de vino es muy caro en Berlín [¿entenderán "vaso"?, pensé. Sí, lo entendieron].

Salieron todas las estructuras que hasta la fecha habíamos practicado para otras situaciones, así como vocabulario nuevo que ellos iban apuntando sin que yo lo tuviera que escribir en la pizarra. Si quieren recordar escrita una palabra, les he enseñado a que me pregunten su ortografía. Fue la clase soñada por muchas razones, pero tal vez me dejo la principal.

Durante hora y media hablamos de cosas que importan y que se pueden expresar de forma simple: cuánto cuesta vivir, dónde te gusta ir, qué prefieres ver. En alemán existe el adjetivo lebenswichtig, "importante para vivir". Berlín está llena de lebenswichtige Elementen. En esta ciudad es asombrosamente fácil existir.

jueves, 10 de marzo de 2005

Hace un año (I)

Hace un año estaba en Kairuán, sitio sagrado del Islam. Había bajado en tren desde Túnez capital a Sousse, donde hice noche. A Kairuán llegué en una polvorienta Fiat con otras cinco personas. Al entrar en la furgoneta, la única mujer del grupo colocó de canto en el salpicadero un libro en árabe. Yo iba en el asiento del copiloto y no hablé nada.

A pocos kilómetros de Kairuán la mujer alargó el brazo para coger el libro y besarlo. Nos bajamos juntos y me detectó un vendedor de alfombras, que me dio una vuelta por la ciudad más callada que he conocido. Creo que por su culpa llegué tarde para conocer la parte permitida de la Gran Mezquita, de la que sólo pude ver sombras y el calzado de los fieles en la puerta. Me quedé en la entrada, apuntando estas cosas que hoy transcribo. Unos niños se reían de mi calva y un comerciante me preguntó y terminamos hablando del Real Madrid.

Algunos de los fieles que salían de la Mezquita se olvidaban de abrocharse los zapatos y todos desaparecían en silencio, como inmersos en la misma plegaria. Anduve por calles largas y vacías y me senté en la hierba ajada del Bassin des Aghlabides. Algunas parejas, dos o tres, se cogían ahí de la mano. Atardeció y empezó a hacer frío en el norte de África.

Aquella tarde, frente a la Gran Mezquita, había tenido durante varios minutos la certeza de que nada se movía. Abandoné Kairuán seguro de que aquel lugar seguiría quieto a perpetuidad.

miércoles, 9 de marzo de 2005

Pausados pómulos y fino inglés

Son cinco palabras que llevan más de 24 horas atormentándome. Las escribí en la bitácora ayer, con la intención de remarcar el contraste entre la entonación usual del inglés y la violencia de algunas frases que se profieren en esta lengua. ¿De qué voy, calificando los pómulos de una azafata como "finos" y su producción de una lengua como "pausada"? ¿Existen acaso pómulos de calidad más o menos selecta? A cuantísima gente pierde la aliteración.

Si tanto me incordiaba la frase, ¿por qué no borrarla o modificarla sin más? Nadie se daría cuenta. La bitácora digital ofrece la ventaja de la corrección inconspicua, a diferencia de una primera edición, a diferencia de una clase. No me atrevo a contar la cantidad de incorrecciones, omisiones y exageraciones que he cometido en aulas, y la de veces que he querido desdecirme, y la de veces que me he recordado ridículo mientras andaba por la calle y he empezado a murmurar aynononononó-quévergüenza, y la gente me mira, aunque en Berlín no tanto.

Pero mi propio trabajo lo induce, obligándome a decidir sobre la adecuación de las frases ajenas. A diario oigo a extranjeros hablar mi idioma y floto en el dilema de corregirlos o dejarles hablar para que ganen confianza. A diario presento muestras de lengua óptimas: pregono la exactitud y, diez minutos después, la necesidad de equivocarse para aprender. Esta profesión me erige en parte y juez de las conversaciones que emprendo.

Es por esto por lo que, entre tanta tensión dialéctica, el propio cuerpo pide autocrítica, flagelación; un masaje agresivo del ego. Hoy era el día.

lunes, 7 de marzo de 2005

Keep it English?

Los aeropuertos son una mina. El viernes pasado volé con easy a Madrid y a un pasajero de mi mismo vuelo le estaban denegando el acceso al control de seguridad. Easyjet es la aerolínea naranja, británica y amable, donde nadie lleva corbata y los auxiliares destilan humor durante el vuelo. La cancerbera en la sala de facturación era una azafata de finos pómulos y pausado inglés.

El pasajero, español. Me sorprendieron su acertada pronunciación y el uso de expresiones al caso, a pesar de lo cual lo delataba la entonación. Hubo un momento en el que quiso decir: “Nervioso, [lo que se dice] nervioso, todavía no estoy”, y empezó la frase “Nervous, nervous...” con el patrón entonativo que solemos imprimir en estos trances.

Mi hermano me contó que Alitalia le había toreado una vez en Milán. Él, ya desesperado, explicaba en sereno inglés sus contrariedades a un funcionario italiano, que ni caso (en inglés se diría: to no avail). El amigo con quien viajaba mi hermano debió de hartarse de diplomacia y esgrimió el billete. “Aquí qué dice”, le soltó en español al italiano, y todo salió como un gusano de seda.

Me pregunto si aquel pasajero del viernes continuó su vindicación en inglés hasta el final, o bien, mientras a mí me estaban cacheando, volvió a terreno conocido, a nuestro familiar desgarro hispano. Diez minutos después lo vi en la sala de embarque con su maleta.

sábado, 5 de marzo de 2005

El comercio en Berlín

Creo que fue Yann quien me recomendó el videoclub de las pieles de cebra. Él era el anterior inquilino de mi piso y estaba saliendo cuando yo entraba. Yann quería decorar su nueva guarida, más grande, con calefacción central y en la parte anterior de la misma casa, como las de las películas de Jean-Pierre Melville. ¿Cómo cuál?, le pregunté, a pesar de que yo por entonces sólo había visto Le samourai. “Como en Le cercle rouge”.

Cuando me dijo que había una tienda en el propio barrio donde encontraría sin problema películas de la nouvelle vague, no me sorprendí en absoluto, o no lo hice más allá del ah sí protocolario. Antes de instalarme en Berlín, tenía dos imágenes de la ciudad. Una la explicaré otro día; la otra era las galerías de arte que inauguran de noche una exposición, llenas de gente deliberadamente mal vestida. Así que vine a Berlín.

La tienda en cuestión se llama Videodrom, casi como la película de Cronenberg, y la visito con la entrega de un adicto. Es estrecha y empinada como los supermercados baratos y exhaustiva como una biblia. Los que ahí atienden tienen el aspecto de haberse pinchado las películas que alquilan, y como quien no quiere la cosa me avisan de lo que está por venir: otro documental de Scorsese, pero sobre el cine italiano. Son inteligentes y secos, y afables, y a veces al bostezar no se tapan la boca, como la ciudad.

viernes, 4 de marzo de 2005

El comercio en Barcelona

Creo que fue Óscar quien me recomendó aquel colmado. Óscar hablaba bajo y entornaba los ojos al sonreír. "Los bocadillos de ahí son baratos y, sobre todo, los hacen con amor. O sin prisa, que es lo mismo". Coincidimos en una academia de Barcelona, cuando sus aulas se desparramaban por cuatro o cinco pisos de las calles Balmes y Valencia, antes de que la escuela se convirtiera en algo pujante y moderno y acristalado.

El colmado lo regentaba un hombre con la cara redonda y todos los rasgos fruncidos en torno a la nariz. Después de tres o cuatro incursiones en la tienda, empezó a hablarme en un catalán terruñero que yo no captaba. Hablaba alto con todo el mundo, con los mozos del comercio y con los clientes de la cola, muchos de ellos vecinos venidos a hacer la compra de la semana, que nunca se impacientaban cuando alguien pedía un bocadillo y el botiguer partía con esmero el pan, lo rociaba con los tomates recién abiertos y le untaba el aceite, para añadirle las rajas de butifarra de huevo o de algún fuet o de Flor de Esgueva.

Este tipo de descripciones se presta muy fácilmente a la metáfora barata y a la campanuda conclusión en contra o a favor de cosas como la globalización o el nacionalismo. El local era chato y se resistía a crecer. Era el propio dueño quien atendía. Las cuentas las hacía a mano. En Barcelona pasé muchas horas en sitios más briosos, como el Dry, la calle Oro o el Gimlet, y aunque a estas alturas cualquier frase es sospechosa, aquel colmado sólo evoca días que olían a piel y pan.

jueves, 3 de marzo de 2005

Conflicto internacional

Esta noche, bajando las escaleras de la estación de Wilmersdorferstrasse, he oído unos peldaños más atrás y más arriba a una madre urgiendo en español a su hijo. Su voz era chillona y el acento, quizá, de Colombia, y me he girado a mirar. Los hispanohablantes no sólo nos reconocemos al escuchar el idioma, sino también al mover el cuello en busca de una cara, la cara que ha emitido el sonido familiar. Con una mirada breve fijo al dueño de la voz, registro su cara y nada más. Ni saludo ni sonrío.

El niño serpentea entre adultos para asegurarse dos sitios que ha visto libres. La madre, rezagada y no tan ágil, se abre paso con el hombro y aparta a otra mujer para poder sentarse enfrente de su hijo. La otra mujer es alemana y empieza a recriminarles en español: un niño bien educado deja el sitio a los mayores, dice. Mi hijo es muy libre de hacer lo que quiera, contesta la madre. Y la alemana: pobre hijo, con esta madre.

Se me ha ocurrido pensar cómo habría reaccionado yo si me hubiera sentido atropellado por un inglés o un alemán en España. Estoy seguro de que yo habría increpado en español, de ninguna manera en la lengua del otro. ¿Por qué? ¿Porque no me siento capaz de expresar enfado en la lengua extranjera? ¿Para infundir en el otro el miedo a lo lejano?

No puedo evitar simpatizar con la mujer alemana que, aun en público y en la mitad de una semana fría, clama en español para no verse pisada. Quizá no saliera tan biliar su invectiva; pero confirió a la inmigrante inaudita visibilidad.

miércoles, 2 de marzo de 2005

Cabos sueltos

Deja. Ahora no caigo. Perdone, estaba yo. ¿Cuándo me paso? ¿Me guarda el sitio? Ya lleva un rato. ¿Ya estás? Me he dado con la puerta. ¿No lo coges? ¡Cuánto tiempo! Me suena. Será para ti. Yo tengo y cinco. Ya veo. No, si ya. Soy yo.

¿Alguna denominación para estas expresiones? Son del tipo que pone a prueba a un traductor. Y a nadie se le escapa, y a los alumnos menos, que los libros de texto no las trabajan (porque, ¿cómo sistematizarlas?). Cuando faltan diez minutos de clase y la siguiente actividad que he preparado no encaja, por larga o por aburrida, abro mi cuaderno y les suelto un par o tres de estas frases. A veces, a lo bruto, les doy la formula en alemán y les рido una traducción inmediata.

Otras, soy más considerado y les hago pensar en qué situación se produciría semejante frase. Por ejemplo, el otro día sale “Estaba yo”, y me contestan “dices esto cuando has hecho una cosa mala”. El error nos lleva a repasar la diferencia entre la frase propuesta y “He sido yo”: perfecto/imperfecto, ser/estar, esa alteración del orden usual. Pero, sobre todo, oigo a los alumnos pensando en situaciones, más conscientes que nunca de que las palabras están para hacer cosas.

Cuando vuelvo a España, me doy cuenta de que el ejercicio tiene para mí otra función, que es la de no olvidar cómo se habla mi idioma. Cuando vuelvo a Madrid o a Barcelona y vivo los fugaces momentos que dan pie a estas frases, a veces me veo contestando en la L2. O callando. Entonces soy más consciente que nunca de los túneles que el extranjero me ha cavado.

martes, 1 de marzo de 2005

Los alemanes y el tiempo

Una diferencia sustancial entre España y esto es el transporte. Cuando un alemán sale de de su casa para coger metro, autobús o S-Bahn, puede predecir en qué minuto va a entrar en el trabajo, con un margen de error despreciable. Esta exactitud me parece un signo de calidad de vida. En Madrid, coger el autobús era a veces una apuesta. Y en Barcelona estaba casi todo tan cerca.

Desde que me hicieron notar esta diferencia, miro más. Les miro esperar. En el metro, nadie lo hace al borde de la vía. Les puede empujar un Penner. En el metro de Berlín se aprende a vivir con una cuota diaria de miradas perdidas, caras desencajadas, cuerpos flotantes que me resisto a llamar locos; son Penner. Tiendo a sentarme al lado de ellos. Aquí he aprendido a mirar oblicuamente las caras.

Ahora vuelvo a aquella tarde de verano en la que el metro que había cogido se quedó parado entre dos estaciones. Pasaron más de cinco minutos y nadie abrió la boca. Muchos en aquel vagón debíamos de ser extranjeros, y quizá alguno pensó lo que yo, que después de un rato, en España alguien se habría acordado en alto de este Gobierno que menuda mierda de servicio nos da etc. Un cruce de piernas se habría sentido, alguna risa nerviosa, un periódico desdoblado y vuelto a doblar. Aquella tarde alemana, nada.

Cuando el vagón prosiguió, también lo hizo el silencio. Con el movimiento, me sobrecogió que nadie expresara alivio o subiera las cejas; la imperturbabilidad parecía borrar el fallo. Era como si el transporte no se hubiera interrumpido en el norte de Europa. Hasta hoy no me había atrevido a escribirlo.