jueves, 8 de abril de 2010

This is the deal

Según me han contado, esto es lo que Tokio promete. Terminas una carrera. Entras a trabajar en cualquier empresa. Empiezas por dedicar de doce a quince horas diarias a una miríada de tareas mínimas. Al año cobras más por hacer lo mismo. A los dos años quizá aprendes a escaquearte y cobras un poco más por hacer lo mismo que al principio o algo menos. Si consigues que no te importe la repetición, prolongas este esquema toda la vida y resulta que eres hombre, ésta es tu ciudad, macho. Al cabo de veinte años igual estarás ganando, al cambio actual, cuatro mil euros por hacer las mismas tareas que el veinteañero recién llegado. Desde el primer momento él sabe que hace lo que tú pero viene a ganar la mitad.

Él quizá tiene más iniciativa y se le ocurran ideas que le granjeen el acceso a esferas más altas de la empresa. Y twittea y todo eso. Tú ejecutas a la perfección hasta el mínimo procedimiento. Te has acostumbrado a siete días anuales de vacaciones: cuando llega ese momento, podrías estar que lo tiras, pero eliges un viaje modesto: un cuatro estrellas en Roma. Viajes organizados, fotitos y fotitos. Entre medias has echado al zurrón un piso de ochenta metros, algún hijo y doscientas tardes de emborracharte con los compañeros en bares con jovencitas gritonas, negocios concebidos para dispensarte la confianza y la intimidad que te falta en casa. Esto último se da por supuesto: pasead por Arakicho y encontraréis cien bares de este tipo.

(Uno de los principales rasgos de Tokio es que cuando alguien tan exagerado como yo dice “cien” o “mil”, está conteniéndose. Significa cien. O mil).

¿Qué pasa con la gente que se apea de este carro? La hay, a miles, pero “miles” es una fracción infinitesimal de la masa. ¿Cómo queda la yuxtaposición de los dos siguientes datos? Tokio tiene el PIB de Francia. Treinta mil personas se suicidan en Japón cada año.

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Desconcentrado, descentrado

Se me va una y otra vez la concentración. Pienso ideas ampulosas, digo frases ampulosas e incluso termino escribiéndolas: en Yotsuya volví a este blog. ¿Para qué? Al día siguiente ya no publiqué, la semana siguiente la pasé sin publicar, y hasta tal punto me domina la deuda que pienso: el principal suceso de esta última quincena es que he desatendido el blog. Quién se acuerda aquí y ahora del reciente descubrimiento del restaurante 136, de mis primeros bares de jazz en Tokyo, de mi absurda fijación por la palabra “Usodaro”, del nuevo piso, de mi primer encuentro con el enigmático Kiyomura. El sentido de todo se desdibuja si no lo traslado a la gente que considero mía.

Para trasladar ese sentido de todo he concebido planes faraónicos. Contemplé alumbrar tres blogs paralelos: uno, sobre lo que pasa; otro, sobre mi aprendizaje; y un tercero sobre los argumentos de historias que se me van ocurriendo. Pensé que esta idea iba a requerirme una egolatría indigna y propia de adolescente a la caza de sus últimos granos, por lo que la deseché, pero ahora que he escrito la ampulosa idea, hmmm…No. Por contrición debo dejar escrito que si no salió aquello adelante fue por incapacidad, vagancia, desconcentración. Más tarde jugué con mantener el blog cotidiano, mantener lo del argumentarlo y prescindir de lo del aprendizaje. Pero tampoco. Mi última aventura intelectual consistía en escribir cinco días a la semana sobre lo que hubiera pasado (de ahí los títulos “lunes” y “martes” en los posts previos), en la confianza de que un mínimo de observación me llevaría a descubrir el detalle de cada día, y alternaría dos semanas de textos consuetudinarios con uno más largo, ficticio o periodístico.

Pero la concentración.

Ya en el último proyecto había desistido de crear otro blog. Me conformaría con la vieja página, el formato más simple de todos, el único del que soy capaz. Quizá después del primer día de desconcentración y caída podía haber intuido que volvería a lo de entonces: títulos para cada texto, dos o tres textos parejos por semana. Total, de lo que se trata es de que mi gente compruebe que uno sigue siendo el mismo nimio personaje de siempre, tan desconcentrado.

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