miércoles, 22 de junio de 2005

Soy tan postmoderno

Soy tan postmoderno que, cuando hago un gesto o un ruido, lo veo sin solución de continuidad. Abstraigo. Presencio el gesto a través de una cámara que acaba de recular para captar toda mi expresión. Me hago así la constante ilusión de una doble o múltiple existencia. Soy tan postmoderno.

Anoche, después de terminar una clase de noche, de visitar a Frau Lo para que me dejara una película, beberme dos Krombacher en ayunas y traducir una canción de P.J. Harvey, me levanté muerto del teclado. No muerto de cansancio, sino muerto de soledad y desconocimiento, o quizá de frío y de una luz pálida ideal para ambientar un concierto de muñecos de paja.

Más tarde, tirado boca arriba en el suelo de casa, al abrir los ojos, lo último que recordaba era el sonido de mi cabeza contra el piso. Nunca me había desmayado. No alcancé a verme cayendo, a presenciarme, por lo que al menos una de mis existencias quedó interrumpida o muerta. La puerta de casa estaba abierta y la luz de mi cocina daba para alumbrar la puerta del vecino.

Todo era escaso y real.

martes, 14 de junio de 2005

Autoayuda

­A menudo basta con prestar atención a una actividad insignificante, como lavar los platos. En vez de fregar y pasarlos automáticamente por el chorro, concentrarse en limpiarlos. Ver una mancha y proponerse limpiarla; y limpiarla. No dejar que nada más cruce la cabeza. La mancha en el plato. Limpiarla.
­
­Estas son las acciones que nos mantienen a flote, el auténtico mínimo existencial. Hacer la cama y barrer la celda. Esperar el tren. Andar. Y cuando sale, recibir el sol. Ayer desistí de hacer en metro el trayecto de Hackescher Markt a Rosa-Luxemburg-Platz y me subí a un tranvía.
­
­Antes de que me diera cuenta, el día se saturó del color que le había faltado. Eran las seis. Una mujer que se había sentado junto a la ventana se colocó en el asiento contiguo, girando el tronco y cerrando los ojos para no recibir la luz tan abruptamente.
­
En las quince frases precedentes he aquilatado mi ética o gran parte de ella. Mi mínima ética de notario de lo mínimo. Sigue siendo un misterio cómo puedo pasar de esta condición a la de mamífero capaz de prolongar la especie en este mundo donde tantas miradas se rehúyen.

Mirarse oblicuo

Hemos elegido tantos subterfugios para no estar mirándonos todo el tiempo a los ojos. La comida. Las películas. El teléfono. Nuestros trabajos. Yo, Berlín. Y esta bitácora. La inmensa pizarra documenta las veces que me he ido. Ahí he escrito lo que por torpeza o vergüenza deliberadas o voluntarias no he sabido deciros a la cara.

Hace dos domingos, estoy esperando a un amigo de toda la vida en el aeropuerto. Su vuelo se retrasa y decido tomarme una cerveza de trigo en la cafetería. Me siento rodeado de parejas que no hablan o callan. Todas tan tristes, me parecen. Un hombre se esfuerza por sacar conversaciones.

Una, dos, tres veces se dirige a ella y quizá le cuenta alguna nimiedad y ella le contesta con una sonrisa sosa o poco hecha y vuelven el silencio y las miradas que se esquivan y en oblicuo se fugan. Decido seguir descreyendo de la pareja. Llega el avión.

Una semana más tarde –ayer- estoy esperando en la misma cafetería la marcha de otro avión que de golpe devolverá a tres amigos a la ciudad donde nos hicimos. Comemos. Algunos compran chocolate. Rememoramos mirando al vacío, al mismo punto que las parejas aquellas.