miércoles, 24 de marzo de 2010

Martes

La cuerda de la ropa con prendas tendidas encima de otras prendas. Hombro con hombro no cabían todas las camisas y blusas y camisetas en el trecho azul de cuerda. Ha habido que dar prioridad a algunas, que cuelgo encima de otras para que queden secas antes. Y doy prioridad a tu ropa. No quiero exhibir mi generosidad, sino ese ritmo constante de deferencias hacia el otro que es ahora el matrimonio. Siempre mi plato con la ración mayor.

Cada poco recordamos las casas donde hemos vivido. Vuelven imágenes de ellas para anclar otros recuerdos e.g. cuando lo del trabajo de evaluación vivíamos en Paul-Lincke, pero este carácter de decorado es sólo aparente. Al nombrar una de las casas donde hemos vivido estamos nombrando algo más que una fecha, y quizá por eso las personificamos endosando a cada una su hipocorístico: cuando Fidicin, cuando Martin, cuando la Solms. Al decirme cuando lo del trabajo de evaluación vivíamos en Paul-Lincke, sé que la penuria de aquel trabajo se mezcló con la ilusión de vivir junto al canal, sé de paseos junto al agua enturbiados por la premura de presentar un texto que tal vez no te aportaría nada. Así que cuando mencionemos cuando Yotsuya pensaré en un espacio cuadrado que una cuerda azul de plástico dividía de punta a cabo. Pensaré que nos dijeron que en Tokio íbamos a ser pobres.

Pensaré que en Tokio volví a este blog.

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martes, 23 de marzo de 2010

Lunes

Una mujer empuja un carrito negro y burdeos de bebé. Ella pasa de los cincuenta (imposible afinar más) y lleva un conjunto de falda y chaqueta azul marino. Es lunes, el segundo día del fin de semana aquí. En el carrito de bebé va un perrito de ojos saltones con jerséi. Estamos en Omotesando.

A dos manzanas de la mujer del perrito, la fachada del edificio de Louis Vuitton parece brillar. Es un efecto óptico de los paneles que la conforman. Contienen el azul cobalto, el bermellón, el albero, pero escondidos entre su nervadura como los colores en el ala de una mosca. En el escaparate, suben y bajan con parsimonia decenas de globos dorados, cada uno con la forma de cada letra de la marca. Hay una dependienta apostada a la puerta de cristal con la única misión de inclinarse al paso de la gente que entra o sale. Dos chicas cargadas de bolsas (imposible afinar su edad) pasan por el escaparate y riendo gritan, "Louis Vuitton", y se alejan del escaparate apurándose.

Entre la multitud de la calle seguimos a una pareja, negro y de dos metros él, esbelta y de más de metro setenta ella, con botas hasta la rodilla. Él la jala en un momento del hombro para besarla frente a frente. Asoman las piernas juntas y embotadas de ella entre las piernas abiertas de él; forman los dos una isleta entre la marea de gente. Mientras pegado a un muro los miro y compruebo que ella es occidental, mi mujer me da unas gafas que alguien ha perdido y ella acaba de encontrar. Son de montura fina y negra y me anima a que me las ponga. No tienen ni un aumento. Ante las posibilidades literarias que el hallazgo ofrece, decido seguir hasta casa con las gafas puestas.

Llevamos mes y medio en Japón. Algunas combinaciones léxicas, como "mujer esbelta", "mujer de edad difícil de calcular" y "tienda chic" ya son pleonásticas. El cliché "japonés inexpresivo" ha caído.

Por la mañana preguntamos a una mujer con carrito con bebé por la oficina de correos. Ella dice "pósuto" y mira en derredor con expresión entre ansiosa y afligida. Vuelve a decir pósuto, pósutooo...y un movimiento rápido de su cuello nos indica que acaba de caer en la cuenta. Empieza a correr hacia la esquina para señalarnos desde ahí la oficina, pero a correr sin ganas, como el atleta que después de la meta sigue fatigando por inercia la pista. Así afectan diligencia los japoneses cuando creen necesario afectarla. Mi mujer, por cortesía, adopta el mismo trote y yo también, por cortesía y para no quedarme atrás. Seguimos así hasta la esquina, la mujer empujando el carrito con el bebé, mi mujer, yo, en fila: fingiendo la prisa que finge la señora.

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